Ese aroma a papel caliente recién
impreso, mezclado con el olor a viejo, a antiguo, a libros llenos de recuerdos
y fantasías, era lo que reinaba en la pequeña, bohemia y coqueta librería
Koreander’s de la calle New Cavendish. Un sitio anticuado, nada en armonía con
el resto de la calle, dándole ese toque nostálgico de una Londres de años
lejanos y desenfadados a la fría y distante modernidad. Poca gente se fijaba en
ella, aunque solía tener clientela. Sería por eso de estar en el lugar equivocado,
en la época equivocada; llamaba la atención.
Los libros más antiguos, piezas de coleccionista, se amontonaban en una mesa central de la librería además de en una pequeña estantería donde estaban bien ordenados para que su acceso no fuera dificultoso, mientras que los más actuales estaban en las estanterías más amplias. A Paul Doyle siempre le había gustado cómo tenía organizada su tienda. Sobrevivía por ella, y la había mantenido desde hacía años. El nombre, Koreander’s, se lo puso a modo de homenaje. La historia interminable siempre le había fascinado, y la librería del sr. Koreander le gustaba mucho: lúgubre, antigua, pequeña, llena de polvo… Tenía su encanto, y de no ser porque la estética en los tiempos que corren es algo vital, a Paul le habría gustado tener su librería exactamente igual. La mantenía él solo, aunque su nieto le hacía compañía. Al pequeño le encantaba estar allí, leer, pasar el tiempo… El señor Doyle era el único dependiente, el que hacía todos los trámites con las distribuidoras y limpiaba la tienda. Algún día necesitaría ayuda si el destino no se topaba antes con él; su nieto era demasiado joven para encargarse de ella, y si a él le pasara algo, dejaría al pequeño desamparado, sin nadie. Normalmente intentaba no pensar en esas cosas. Todavía tenía varios años por delante; era fuerte, decidido, amable, sensato… Una persona así no podía irse pronto y privar al mundo de una pizca de bondad que en estos tiempos tanto escasea.
Al lado del mostrador había un
ventanal donde además de tener las publicaciones más recientes, había un
antiguo tocadiscos que le acompañaba en sus horas laborales, siempre con música
antigua, relajante. La música agradaba también a los clientes, haciendo que su
estancia en la librería no fuera silenciosa ni aburrida. Aquello no era una
biblioteca. La gente podía hablar, tener un rato ameno ojeando libros, y la
música, con su poder divino, ayudaba a que se quedasen más tiempo, porque
estaban a gusto allí.
Su nieto, de mirada seria pero
traviesa, distraída y con una diminuta sonrisa sale del pequeño almacén al
fondo del local y se para a mirar unos cuantos libros antiguos de la mesa
central. Era un chico muy inteligente, avispado, dulce y atento. Su abuelo lo
quería muchísimo y lo cuidaba y educaba lo mejor que podía. Paul Doyle cada día
estaba más seguro de que lo estaba haciendo bien, y se sentía orgulloso del
pequeño.
— ¿Has dibujado algo interesante
últimamente? —le pregunta el anciano librero.
—Un par de palomas que se posaron
en el alfeizar de la tienda hace unos días. Y empecé un boceto de esta mesa —el
niño abre su bloc de dibujo y se lo enseña.
Paul sonríe. Para su corta edad,
dibujaba maravillosamente. Tenía un manejo impresionante y personal, y se le
daba muy bien hacer retratos. Los ojos que dibujaba tenían vida propia. Apenas
había recibido clases. Todo lo aprendía por su cuenta.
—Está muy bien.
—Si quieres, cuando lo termine,
lo puedes colgar en esa pared—el pequeño le señala la pared que estaba detrás
de Paul, un hueco iluminado por la luz que entraba por la ventana del mostrador.
Sonríe—. Podría quedar bien.
—Quedará muy bien —dice Paul
devolviéndole una arrugada sonrisa—. ¿Vas ya a casa?
—Sí… Tengo deberes.
—Estupendo —ve al niño meterse en
la mochila el bloc y cerrarla. Se la
coloca en la espalda y sale despacio de la librería—. ¡Hamish! No olvides
cerrar la puerta de casa. Voy dentro de un ratito, cuando cierre.
El pequeño se detiene al otro
lado de la ventana y afirma con la cabeza después, sonriéndole antes de
desaparecer.
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