domingo, 16 de marzo de 2014

I will do it (Seb, 8)

<< ¡¿Pero qué coño?!>>.

— ¿…Qué?

—Que soy tu hija.

No sabe la cara que tiene ahora mismo, pero seguro que tiene geta de tonto incrédulo. ¿Hija? Él no tenía ninguna hija.

—Yo no tengo ninguna hija.

Ella vuelve a cruzarse brazos. Estaba empezando a impacientarse, aunque Seb no sabe qué espera.

—Bueno, eso es lo que tú creías.

Sebastian resopla, molesto. La agarra del brazo y hace que entre en la casa. No la va a dejar ahí en la calle, porque esta conversación no iba a ser corta, ni mucho menos. Se dirige al salón, y ella le sigue despacio, recelosa, desconfiada, pero mirando a todos lados con curiosidad. <<Joder joder joder>>, piensa mientras la mira a ella, al suelo, a la pared y la vuelve a mirar a ella. Para empezar no se parecen físicamente en nada. Es cabezota, como él, pero ni que fuera la prueba definitiva para asegurar el parentesco.

— ¿Y cómo estás tan segura de que eres mi hija? —entrecomilla ‘’mi hija’’. La escena parecía sacada de una comedia de situación barata.

Jeanne rebusca en los bolsillos del pantalón hasta dar con el papel donde tenía la dirección de Sebastian y una foto de su madre y se la extiende.

—Me lo dijo ella, mamá —Seb coge la foto y la observa detenidamente. Si quiere recordarla necesitaría unos minutos—. La dejaste preñada y luego te largaste, hace quince años —continúa en tono acusador—. Se llama Sam… Samantha Woods. La recuerdas, ¿no?

Su vocecilla inocente, una especie de rezo porque él la recordase es como un click en su mente. Se acuerda a Sam, vagamente. Fue hace tanto tiempo… Joder él no sabía que se quedó embarazada.

Le entrega la foto.

—Mi madre me dijo que te quería mucho —continúa ella—, pero que tú tuviste que irte a no sé qué conflicto en Siria o a uno de esos sitios y que nunca volviste.

Todo esto debe ser un sueño. Es demasiado ridículo, es una situación estúpida. ¿Cómo iba a salir de ahí? ¿Qué espera ella, que le diga que se quede, que la quiere y que lo siente? Se ríe al pensarlo.

Su rostro se tensa en una mueca seria y autoritaria. <<Genial, ahora sí que parezco el padre>>.

—Vuelve con ella —Jeanne va a replicar, pero él hace un gesto con la mano e intercepta el intento—. ¿Qué esperas que haga yo? Ella estará preocupada por ti. Lo mejor es que te vayas.

La niña enrojece de rabia.

— ¿Qué? No. No pienso volver, no después de haberme dejado todos mis ahorros en venir hasta aquí y dar contigo. Además tú no tienes derecho de decirme lo que puedo o no hacer. Ni tú, ni ella, ni nadie —sube el tono de su voz conforme se enfada.

Seb también empieza a exasperarse.

—Mira niña…

—No soy una niña —corta ella—. No te estoy pidiendo que me cuides. No quiero nada tuyo. Joder, ni siquiera sé para qué venido. Esto ha sido una pérdida de tiempo —guarda de mala gana el papelito y la foto en el bolsillo de su chaqueta y se da media vuelta en dirección a la puerta—. Me buscaré la vida sola ¡y no volverás a saber nada de mí!

Seb nota su voz entrecortada; está llorando. A paso rápido la intercepta en la puerta y se la cierra de golpe, impidiendo que saliera. Ella le mira confusa, roja de rabia y con lágrimas corriendo por sus mejillas. Coge del pomo e intenta tirar de él con fuerza salvaje para abrir la puerta, pero Seb es mucho más fuerte y cabezota.

— ¿Cuántos años dices que tienes?

—Quince —responde seca sin mirarle. Sigue tironeando de la fuerza y gruñe con cada tirón—. Déjame salir.

—Tienes que volver con tu madre… —intenta sonar comprensivo.

—No. Quiero. Volver. Con. Mi. Madre. Y tampoco voy a quedarme aquí contigo. Me lo has dejado muy claro. Me las apaño yo sola.

Seb la coge por el brazo para que deje de una vez la puerta, pero ella se zafa del agarre con brusquedad.

— ¡No me toques! ¿Qué más te da ahora lo que me pueda pasar?

No podía seguir negándolo. Era su hija. ¿Quién iría a buscarle, sin saber nada de él, sino su hija? La niña no iba a volver con su madre, lo ha dejado bastante claro, y si la llevaba de vuelta obligada seguro que se escaparía otra vez. Tampoco quería dejar que se quedara donde se estuviera quedando hasta ahora; era demasiado joven y él demasiado responsable. Lo peor era ver cómo se las apañaba para ocultarle que era un francotirador profesional y la mano derecha del mayor criminal asesor del mundo.

<<Dios, Jim… No puedo contarle esto>>. Contarle a Jim que tenía una hija haría estallar la bomba de relojería que era ahora su jefe, y Seb sentía pavor ante el pensamiento de que Jim la pagara con él, incluso peor, con ella si la descubría. Así que ahora tendría tres problemas en el caso de hacerse cargo de la niña: cuidarla, ocultarle a Jim que tenía una hija y ocultarle a Jeanne la clase de trabajo que tenía.

Sebastian mira fijamente a la cría, una mirada que o bien la tranquiliza o bien la aterra. La cosa es que se le desvanecen las ganas de irse. Seb cree que había sido un arrebato impulsivo, que había perdido los nervios, pero que en el fondo quería conocerle y esa forma de actuar la había perjudicado, por eso Jeanne accede a volver al salón y a sentarse para calmarse, aunque lo hace con mala cara y limpiándose rápidamente las lágrimas.

Seb se sienta en otro sillón sin quitarle el ojo.

—De verdad —empieza—, ¿qué esperabas viniendo aquí?

Ella levanta la vista cuando ha extinguido los últimos rastros de lágrimas de su cara.

—Esperaba algo diferente, y lo que tuviera que pasar después si daba contigo me daba igual. Pero lo que no quiero es volver a casa. Estoy harta de mi vida allí —tiene la voz entrecortada pero no deja de mirar a Seb—. Es aburrida. Me siento sola. Quiero a mamá, pero me sigue tratando como a una niña pequeña, y desde siempre he querido saber quién era mi padre. Eso fue el empujón que me ha llevado a venir, la guinda del pastel para cambiar mi vida. Quería… Quiero algo distinto a lo que he tenido allí. Pero qué más da ya —suspira, fastidiada—. Vas a llamar a mi madre y tendré que marcharme.

Sebastian se levanta, incapaz de estarse quieto en esos momentos. Cómo necesitaba ahora mismo un cigarrillo, o un vaso de whisky, y raro era que no tenga ninguna de las dos cosas a mano ahora mismo. Vuelve a observar a la chica. Está cabizbaja, esperando que le diga ‘’Sí, ahora mismo voy a llamar a tu madre y te vas a largar de aquí’’. <<Recapitulando: tengo una hija, que no quiere volver a su casa y de la que voy a tener que ocuparme sí o sí>>. Jeanne empieza a sollozar, pero se nota que no quiere hacerlo, no quiere parecer una chiquilla, así que intenta silenciarlos todo lo que le permite su autocontrol emocional. Seb da unos pasos hacia delante. Resopla mientras se pasa una mano por el pelo, se lo echa para atrás y deja caer el brazo. <<Algún día me arrepentiré de esto>>.

—Puedes… —carraspea—. Puedes quedarte aquí.

Ella levanta la cabeza al momento en el que termina de hablar.

— ¿De verdad? —pregunta emocionada, aún con la voz quebradiza por los sollozos de antes. Enseguida torna el gesto a uno más serio—. No será una trampa, ¿no?

Sebastian niega con la cabeza mientras ella se pone de pie frente a él y se seca otra vez las lágrimas de la cara. Sin esperárselo, Jeanne se lanza a su cuello y lo abraza mientras entierra la cara en su hombro y susurra un ‘’Gracias’’. Él se queda unos momentos paralizado, con los brazos abiertos, pero poco a poco los entorna para palmear su espalda y pasarle una malo por el pelo suave, rubio y ondulado. Ha sido un momento un poco incómodo y tierno a la vez, pero ella enseguida se aparta y recobra la compostura, a lo que Seb se une volviendo a fruncir los labios.

Lo único que espera es que no le dé quebraderos de cabeza, que sea obediente y que, si no lo es, que por lo menos él no se entere. Se pasan un rato en el salón hablando de diversas cosas; él le miente sobre su trabajo y ella le miente sobre sus estudios, pero Seb se da cuenta de que parece demasiado rebelde como para de verdad ir al instituto. Al final acaba convenciéndole de que debería ir; es una de sus condiciones para dejar que se quede con él, así que ella accede, de mal grado, pero lo hace.



Un fino polvillo azul revolotea en el aire ahumado y cargado del pub cuando la bola blanca choca contra la punta del taco y va a chocarse a su vez con la bola roja rayada hasta dar en una pared de la mesa de billar y luego en otra para entrar finalmente en el agujero de una de las esquinas. Sebastian se incorpora, mira con orgullo y autosuficiencia a sus contrincantes y se bebe el whisky que le queda del vaso para a continuación servirse otro. Hace un gesto con la botella por si alguien quiere y se la pasa a uno de los jugadores.

El objetivo de la noche: Peter Dawson, mafioso a merced de Moriarty. El muy cabrón se ha pasado de listo con el jefe y el sabueso Moran tiene que ir a ladrarle. Intentaría que fuera rápido; ahora tiene una preocupación en casa, Jeanne. No es la primera vez que se va a hacer su trabajo y la deja, pero teme que Jim se presente por allí y la encuentre. El jefe pocas veces se ha pasado por su casa, así que le incomoda el pensamiento de que cambie su modus operandi, y con la suerte que tenía Sebastian…

De nuevo su turno, y de nuevo deja con cara de alelados a sus contrincantes. Dawson refunfuña mientras se sirve otra copa. El lugar de citación era horrible para hacer bien uno de estos asuntos: un pub, lleno, aunque la zona del billar estaba bastante apartada de la barra y el resto del local y casi era un espacio cerrado. Seb tenía que ser imaginativo a la hora de actuar y a la de salir echando leches (disimuladamente).

El mafioso estaba respaldado por dos guardaespaldas, y había dos personas ajenas a todo lo que iba a pasar. En total, cuatro jugadores en el billar. Un poco raro, pero el juego no era el original, era uno de apuestas y normas extrañas, así que ahí estaban. El francotirador llevaba un rato intentando pre visualizar sus movimientos, imaginar varias situaciones, tanto en las que salía bien parado e liso como en las que no, y esas preferiblemente había que evitarlas. Había una mínima posibilidad de que, al haber apostado y al ir ganando, los dos mentecatos sobrantes en todo ese asunto se fueran al perder y tras haberle pagado. Con los gorilas había que intentar ser más específico.

— ¿De verdad queréis seguir jugando? —pregunta Seb mientras pone el taco en el suelo y se apoya en él. Con la mano libre hace un gesto inocente—. Soy un hombre generoso y comprensible. Si queréis abandonar, lo entenderé, y os podréis marchar con vuestro dinero.

Los demás corean un ‘’venga no me jodas, la apuesta sigue en pie’’ y Seb se disculpa con teatralidad. Es el turno de Peter Dawson. Hombre de estatura media, complexión normal tirando a grueso, gesto ceñudo que intentaba aparentar dureza pero que no se escapaba de la realidad. A Seb todo eso de las apariencias le da igual, porque todos acababan siendo lo mismo: una masa blanda que apesta a miedo cuando oyen el nombre de James Moriarty siendo pronunciado por la mano derecha de este mientras les aprisiona el cuello y esperan a morir o a conseguir más tiempo para renegociar con el criminal. <<Me preocupan más los guardaespaldas…>>, piensa alternando la mirada entre ambos; uno era su estatura y casi misma complexión, mientras que el otro tenía más masa muscular pero al que Seb le sacaba una cabeza. Frunce los labios, aún pensando en cómo ocuparse de ellos y a la vez no llamar mucho la atención en el pub.

El mafioso mete seguidas dos de sus bolas de pura chorra, y se regocija de su suerte. Seb esquiva la mirada y la dirige a su vaso, se echa a la boca el culín de whisky que le quedaba y vuelve a llenarse el vaso. El whisky siempre le ayuda a pensar. La noche estaba ya muy caída, y al notar que el pub poco a poco se está deshaciendo de esa nube de humo cae en que empieza a vaciarse, así que hace un poco de tiempo.

Gana la partida, pero no se muestra excesivamente orgulloso ni se lo restriega a ninguno en la cara. Se limita a sonreír de lado con naturalidad y extender la mano para que aflojen. Los dos desconocidos se van de allí cabizbajos nada más darle el dinero, tal y como había pensado. Baja los ojos hasta el dinero y empieza a contarlo, atento a su entorno con el rabillo del ojo. En ese espacio casi cerrado que era la zona del billar sólo quedan el perro y sus gorilas. Uno de ellos, el más renacuajo, se acerca a su jefe y le susurra algo al oído. Segundos después se marcha, quizá al baño o quizá a la calle a fumar, a mear en una esquina o a sabe Dios qué. Sebastian oye la puerta de la calle y se sobresalta de entusiasmo. << ¿Desde cuándo tengo tanta suerte?>>.

Ahora sólo son dos contra uno en el cuadrilátero recreativo. O se ponía en marcha o perdía una valiosa y gran oportunidad. Se acerca a ellos, distraído mirando su dinero.

—Siento mucho que haya acabado así, pero… Nunca pierdo. Es como una maldición.

Se guarda el pequeño fajo de billetes en uno de los bolsillos de atrás del pantalón y por fin levanta los ojos.

—Menudo hijo de puta con suerte —escupe Dawson, aunque el rostro de Seb se muestra impasible ante esa falta de respeto.

Seb suelta una risita aguda mientras sonríe de lado. Se lleva una mano atrás, a la cintura, y palpa el mango del cuchillo un momento. Con la mano libre, coge uno de los vasos de encima de la mesa de billar, lo mira de cerca, ve el líquido color bronce en su interior, ese milagroso licor fluyendo y nadando en el cristal, y se lo estampa en la frente al guardaespaldas, agarrándolo después por las solapas de la chaqueta contra la pared, quedando en el acto inconsciente. Dawson, con un gesto asqueroso de incomprensión, no es capaz de reaccionar y busca algo con lo que defenderse. Esto es lo bueno de tipejos engreídos como él: creen que están a salvo detrás de un par de tíos fuertes y nunca se arman. Sebastian saca el cuchillo e intercepta su mano, la apoya en el tapiz verde y le clava el cuchillo en el dorso. Impide que grite tapándole la boca. Dawson empieza a forcejear con la mano que le queda libre y consigue llegar a la cara de Seb y arañarle, clavándole las uñas. El francotirador nota el ardor en su mejilla, le maldice y enseguida le rompe la muñeca. En los ojos de mafioso ya no hay ni rastro de osadía, sólo miedo.

Seb se aparta el pelo de la cara y le mira desde arriba con un gesto perturbador y sombrío.

—Supongo que sabes en nombre de quién vengo, ¿verdad? —el tipejo asiente con la cabeza. No para de gemir contra la palma de la mano de Seb, que no se contenta con eso y se deja seducir por la idea de ver más miedo en su rostro cuando nombra a James Moriarty, y sonríe satisfecho—. Esto es un aviso. Si no haces lo que se te mandó, volveremos a vernos, y no habrá gilipolleces de billares ni rasguños insignificantes —dice mirando el tapete, que empieza a tintarse de rojo alrededor de su mano—, sólo una bala incrustada en tu jodida cabeza, ¿me has entendido?

Se separa de él sin destapar todavía sus labios de besugo de su mano (el otro guardaespaldas estaba demasiado cerca y no quiere que se presente estando él todavía ahí. Los ojos de Dawson parecen decir ‘’lo haré, juro que lo haré, obedeceré’’, así que Sebastian Moran ha cumplido con su cometido una vez más. Dirige un último vistazo a su mano ensartada en el tapete.

—Te lo regalo —susurra refiriéndose al cuchillo.

A continuación lo agarra de la nuca, y antes de que pueda chillar o gritar, le estampa la cabeza contra el marco de madera lisa, brillante y pulida de la mesa de billar, dejándolo aturdido. Dawson se queda colgando un poco en el aire, y con esto su único apoyo es la mano ensartada en la mesa, por lo que la gravedad cumple su función universal, tira hacia debajo de él, y el peso hace que se desgarre el dorso de su mano, profundizando y agrandando la herida. Seb se asegura de que no va a intentar pedir auxilio y sale con paso rápido por la puerta de atrás del local para evitar al guardaespaldas sobrante.

Otro trabajo bien hecho. Satisfecho de haber salido de una situación tan comprometida airoso y con sólo unos rasguños en la cara, se pone en marcha hasta donde dejó la moto para ir a casa. Justo cuando da con ella, recibe un mensaje de Jim.

—VEN.

<<Raro…>>. Mayúsculas amenazantes, sin sus iniciales… Resopla molesto, porque lo que más quiere ahora es llegar a casa para asegurarse de que Jeanne está bien. ¿Y si el mensaje era por ella, porque Jim ha ido a su casa y se la ha encontrado? Pero no… Cada vez que Jim le manda un mensaje citándolo era para ir siempre a su casa. Así que no puede ser eso. Decide no darle más vueltas a la cabeza, arranca la moto y se dirige al piso del jefe.

Le asusta más que nunca la fachada blanca de su casa. Apaga el motor de la moto una vez aparcada y sube con parsimonia los peldaños de la entrada. Cuando abre, la casa está casi a oscuras y silenciosa; sólo algunas bombillas de tonos anaranjados le dan calidez a la entrada, el salón y el despacho. No sabe si llamar a Jim o esperar a que este aparezca. Le desconcierta el silencio que hay, y le consuela el hecho de no ver sangre por las paredes y el suelo ni signos de lucha. La idea de que Jim podría haber encontrado a Jeanne esta noche se extingue de sus pensamientos con fugacidad.

—¡¡POR FIN!!

De repente Jim aparece en lo alto de las escaleras. Seb resopla y hace una mueca. <<Joder… Está borracho>>.

—Jim, son las cinco de la mañana y estoy muy, muy cansado —pronuncia lentamente y con énfasis esas últimas palabras—. ¿Qué pasa? Quiero irme a casa.

Jim le manda callar con un siseo irregular y empieza a bajar alegre las escaleras. Cuando casi se resbala para en seco, deja a un lado la alegría y se dice a sí mismo que debe bajar con más cuidado y muchísimo más despacio.

—Esta también es tu casa, ¿nooo? —deja atrás las escaleras y empieza a acercarse a él—. Así que tanto da.

Seb retrocede al ver que lleva un cuchillo en la mano. La imagen de Jeanne muerta se le pasa de nuevo por la cabeza, pero el arma está limpia y reluciente, así que deshecha intranquilo una vez más ese pensamiento.

—Jim. Qué estás haciendo —su tono es severo y habla con gravedad; no se va a andar con tonterías, ni aunque sea Jim—. Deja eso.

Se acerca con precaución para quitarle el cuchillo, pero Jim da un respingo que lo aturde durante unos segundos y se aferra más al arma blanca.

—He estado recordando… —zarandea delante de sus narices el cuchillo. Sus ojos están hinchados, tiene la boca reseca de la que emana un espantoso y condensado olor a whisky y el francotirador está perplejo de que se mantenga aun así en pie, aunque sabe de sobra que Jim puede llegar a tener mucho aguante—. Cuando secuestramos al doctor… ¿Lo recuerdas?

<<Eso fue hace meses. ¿Qué coño le pasa?>>.

En ningún momento se le pasa por la cabeza que Jim se aferra a la realidad, al presente, con el sexo o con alcohol para evitar y eludir sus recuerdos sobre Cardiff. Llevaba un tiempo recordando, y siempre que tenía a mano a Sebastian iba a por él, pero cuando no, a lo que echaba mano era a la bebida. Ambos métodos le mantenían alejado del pasado, su cabeza negaba todo aquello siempre que tuviera uno de sus dos efectivos métodos. Odiaba ver cada vez con más claridad que de verdad todo aquello sucedió, y odia a Seb por lo que hizo y por ocultárselo, pero no podía resistirse a lo que había dentro de él, a ese deseo voraz e incontrolable de estar con el francotirador. Sus sentimientos contradictorios le cabreaban sobremanera y no sabía qué hacer con ellos ni con Seb, así que cada vez pasaba más al límite de no controlarse. Cualquier día estallaría, sólo había que esperar, dejar que el contador llegase a cero.

—Recuerdo que me echaste una mirada muuuuy fea cuando le hice al doctorzuelo mis iniciales en su pecho. ¿Qué te pasó, Sebby? ¿Tuviste celos, hmm?

Seb intenta decir algo pero se queda mudo. Es cierto que había sentido una punzada en el corazón cuando oyó salir de los labios de Jim ‘’A mis juguetes los marco’’. Por un lado sintió que él no era un juguete, sino algo más; por otro pensó que Jim era así y que puede que para él Sebastian no significara nada, sólo otro currante más a su servicio, un juguete desechado hace tiempo al que no dejar ir y que no merece ser marcado.

—Jim… Dame el cuchillo.

Vuelve a acercarse a él, pero esta vez Jim no reacciona rehuyéndolo, sino que se echa encima de Sebastian con una fuerza sobrehumana, como si tuviera el control total de su cuerpo y ni una pizca de alcohol corriendo por su organismo. Lo empotra contra la pared, y Seb intenta hacerse sin éxito del cuchillo mientras Jim lo aprisiona por ambos lados. ¿Cómo era posible que no pudiera con Jim, más borracho que una cuba? Quizá porque tenía miedo de hacerle enfadar aún más y que se las hiciera pagar cuando estuviera sobrio. Y también porque no quiere que le salte un ojo con la puta hoja del cuchillo.

Jim no estaba tan borracho como parecía. Sus excelentes dotes de actor han engañado otra vez a Seb, pero sí que llevaba unos cuantos litros de whisky recorriendo su cuerpo. Cuando oyó entrar a Sebastian pensó que lo más adecuado era aparentar estar más ido de lo que en verdad estaba.

—Si tanto quieres que te trate como a uno más, lo haré. Joder, ¡LO HARÉ!

Seb frunce el ceño. ¿Como a uno más? ¿Entonces sí le daba un trato especial, sí significaba algo para él? La cantidad de veces que habían pasado la noche juntos nunca le había aclarado las ideas. Puede que Jim se estuviera yendo de la lengua por la furia contenido, pero era toda una revelación para Seb.

Decide no hacer nada, no oponerse ni animarle. Que de verdad Jim haga lo que crea mejor.

Seb relaja los músculos y mira fijamente a Jim.

—Haz lo que creas que debes hacer. Yo no soy quién para darte órdenes.

Su tono no es feroz, ni malhumorado. No intenta enfadarle más, que hiciera algo que no quisiera. Era un tono neutral, apacible, sincero.

Jim hace una mueca de incomprensión que pronto se mezcla con una de enfado, y no tarda en empezar a hundir la punta del cuchillo en la clavícula de Seb, quien suelta un grito con la primera punzada pero se contiene en las siguientes, sin dejar de mirar a su jefe a los ojos.

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