— ¡Eh, Alex! —Bradley la llama
desde el otro lado de la sala. Eli se incorpora y deja de meter sus cosas en la
bolsa para darse la vuelta y prestarle atención—. Vamos a ir a tomar algo. ¿Te
apuntas?
El chico sonríe con esa sonrisa
encantadora de dientes blancos que tiene, y sus ojos azules la miran desde
lejos con intensidad. Eli nota cierta súplica en ellos, ganas de que acceda.
—Lo siento, Brad, no puedo.
Además… Estoy agotada —responde, pasándose el antebrazo por la frente brillante
por el sudor y retirándose el flequillo.
—Vaya… Algún día dejarás que te
invite a una copa —responde él tras un suspiro lleno de teatral (aunque
sincera) pena.
Ella le sigue el juego con una
sonrisa.
—O puede que a dos.
Cuando Bradley termina por irse
con el resto de compañeros, Eli pone los ojos en blanco y vuelve a su labor de
guardar las puntas en la bolsa. <<Qué
pesado…>>. Bradley era un chico atractivo, atlético, buen bailarín y
simpático, un tanto casanova, podría decir. A pesar de todos esos encantos y la
admiración que parecía sentir él por ella, no le interesaba. El joven llevaba
unas semanas intentando que accediera a ir a tomar algo, a dar una vuelta, a ir
al cine… Cualquier cosa con tal de quedar con ella, y Elisabeth siempre
conseguía con suerte tirarse algún farol y darle largas. ¿Para qué darle
esperanzas coqueteando y accediendo a sus invitaciones? Sería una total pérdida
de tiempo para ambos.
Piensa en Erik, como piensa en él
cada día durante largo rato. Si no podía estar con él, no quería estar con
nadie. Aún guarda la esperanza de que él vuelva con ella, la encuentre.
Se echa la mochila a la espalda y
se dispone a salir de la academia. Jim le dijo que tenía terminantemente
prohibido seguir con el baile, pero le había quitado su casa, su nombre, su
novio y prácticamente su vida entera; no estaba dispuesta a desprenderse de lo
único que le proporcionaba placer, paz y aislamiento del miedo a perder los
nervios y la razón. El baile era su vía de escape, y esa pequeña academia del
barrio donde vivía ahora fue un milagro. No sólo asistía a clases, sino que en
un principio, cuando dio con la pequeña escuela de danza, se apuntó como
monitora y profesora de niñas pequeñas. El cambio radical en cuanto a su forma
de introducirse en la sociedad y de relacionarse con el mundo fue un respiro,
como cuando abres una puerta y el aire te envuelve, frío y arrollador, dejando
que te llene. Eli se sentía viva gracias a ello, a pesar de todo lo que se le
había quitado y de lo que se le privó por su falta de profesionalidad.
Se abraza a sí misma y se frota
los brazos; empezaba a refrescar, y apresura el paso para entrar en calor y
llegar pronto a casa. Pasa enfrente de Koreander’s, su otro milagro. Unas
semanas después de haberse instalado, cuando el piso empezó a hacérsele pequeño
y le empezó a consumir la pena y la soledad, la añoranza y la melancolía,
decidió hacer un gran esfuerzo y echarse a la calle, conocer lo que a partir de
ahora iba a ser su entorno. Dio con esa pequeña y anticuada y mágica librería,
y se fijó en el cartel de ‘’Se busca ayudante’’. Al día siguiente entró y el
anciano Paul Doyle la recibió encantado, le hizo unas cuantas preguntas y al
ver que encajaba para el humilde trabajo, le estrechó afectuosamente la mano y la
contrató. Elisabeth vio en él a una persona sencilla y dedicada a su tienda y a
su nieto, el joven Hamish, un chico curioso y a veces parco en palabras pero
simpático.
Ahora la tienda estaba cerrada, y
al pensar en Hamish se entristece un poco. Ella y el chico se llevaban bien; se
ayudaban mutuamente en la tienda, charlaban con naturalidad de lo que fuera y
tenían cosas en común, como el hobbie de parar a ver qué les rodeaba y decir lo
que se les pasaba por la cabeza, deducir, mirar y observar. Pero últimamente
Hamish estaba un poco distante. Un día volvió del hospital después de pasarse
allí una noche entera; su abuelo estuvo muy preocupado, pero Hamish no quiso
decir lo que le ocurrió y siempre que Eli le preguntaba rehuía la conversación
o simplemente se marchaba sin decir nada, hasta que ella desistió en su empeño
de averiguar el porqué. Llevaba días en que el pequeño, cuando se sentía en la
obligación de hablar con ella o de estar cerca de ella, evitaba su mirada, y
cuando ella buscaba sus ojos en busca de algo que le dijera qué le pasaba, los
suyos se desviaban con rapidez, eludiéndolos. Por todas estas cosas no se había
parado a hablar con él con calma, en confianza, una confianza que no era
excesiva entre ellos, pero la suficiente como para que si alguno de los dos
estuviera mal, pudieran sentarse a hablar de sus problemas. Piensa en que
pronto podría armarse de valor y preguntarle a Hamish qué le pasaba; que ella
supiera no había hecho nada que molestara al chico como para comportarse así, y
ya había pasado suficiente tiempo desde que él empezara a actuar de aquella
manera.
Por fin llega a casa. Con el paso
de los días, las semanas y los meses, lo que en un principio fueron cuatro
grises e insulsas paredes se convirtieron con dedicación y esmero en algo
parecido a una casa, aunque no era capaz todavía de llamarlo hogar. Lo había
amueblado a su gusto, lo adecentó, y ahora era cálido y personal.
Deja las llaves en la mesita al
lado de la puerta y la bolsa a sus pies. Le rugen las tripas; el hambre la
devora por dentro, pero primero quiere darse una buena ducha refrescante y
liberadora. Cuando termina, se mira al espejo y se revuelve el pelo húmedo; ya
se había acostumbrado al castaño oscuro, pero a veces echaba de menos su rubio
natural. Se hace algo rápido de comer y se tira en el sofá para ver algo en la
tele. Desiste al aburrirle todos y cada uno de los canales y coge un libro que
se había traído un par de días antes de Koreander’s; Eli le había plagiado a
Hamish la inofensiva idea de tomar prestados los libros de la tienda.
Un rasposo y timbrado zumbido retumba
por toda la casa. Eli abre los ojos, dejándolos entrecerrados y mirando a
ningún sitio en particular borrosamente, y gruñe. Otro zumbido. Se incorpora de
golpe en el sofá, todavía con los músculos y el cerebro adormilados. El libro
estaba a sus pies en el suelo.
Ahora son toques en la puerta.
Eli mira el reloj de la pared que hay en la cocina. Era tardísimo, ¿quién
podría ser? <<Como sea el cansino
de Brad… —piensa mientras se frota los ojos con ambas manos para ahuyentar
las legañas y el cansancio—. Aunque no
sabe dónde vivo>>. Podría ser Jim; nadie más que él (y puede que
Sebastian… no, puede no, seguro) sabía dónde vivía.
Se levanta del sofá y camina
perezosa hacia la puerta. Apoya las manos en la madera y arrima el ojo en la
mirilla.
Imposible.
Se le corta la respiración y
suelta un gritito angustioso y lastimero. Siente que el corazón se le encoge y
se le para, los ojos se le humedecen y el vello se le eriza. Está totalmente
fuera de sí. Pero esa sensación paralizante
sólo dura unos segundos; se separa de la puerta y la abre rápida y bruscamente.
<<Sigo durmiendo. Esto es un
sueño>>, piensa. Intenta creerse sus palabras porque no quiere
sufrir, no puede ilusionarse y hacerse daño otra vez. No era la primera vez que
recreaba una escena parecida en sueños y luego sus sentimientos acaban
pisoteados. Quiere decir algo, y tiene la boca abierta dispuesta a hacerlo de
un momento a otro, pero se queda muda, y lo único que puede hacer cuando nota que
sus cuerdas vocales están vibrando es soltar otro pequeño suspiro lastimero,
haciendo que los ojos se le humedezcan aún más.
—Te he… estado buscando… por
todas partes…
Su pecho sube y baja, está
sudando y está empapado de la lluvia que había comenzado hacía unas horas.
—Eric… —dice ella con la voz
entrecortada.
Se lleva las manos a los labios para
no estallar, pero no es capaz, y ya varias lágrimas, antes retenidas con tesón,
acaban surcando sus mejillas. Él sonríe y asiente, en parte también incrédulo
de tenerla delante de ella después de la larguísima búsqueda que había hecho.
Está pálido, muestra de agotamiento por el esfuerzo físico pero no mágico, algo
raro en él, pero sus ojos siguen brillando con esa intensidad que Eli no ha
olvidado; siguen siendo de un azul perla intenso, olas que se mueven en
círculos en el iris y con esas chispitas naranjas llameantes.
Eli es incapaz de moverse y sigue
llorando, sin dejar de mirarle. Él da un paso hacia ella y busca sus manos.
Cuando las encuentra, Eli las aprieta débilmente, y empieza a subirlas por sus
brazos tocando la chaqueta de cuero, fría y húmeda, luego su pecho, a
continuación roza con algo más de firmeza su cuello y finalmente se echa a sus
labios para besarle, cortando de una vez por todas sus sollozos.
Cuando Eric volvió de ese
inoportuno trabajo para él pero idóneo entretenimiento para dar lugar a la
operación ‘’Borrar a Eli del mapa’’ de Jim, se chocó de lleno con la noticia
que no paraba de repercutir en todos los medios de comunicación: la Royal Ballet
School había saltado por los aires y Elisabeth había muerto. Jim le dio la
noticia, y fue la primera y única vez que a Eric le parecía un poco humano;
estaba destrozado, más malhumorado que de costumbre y roto, pero Eric no podía
aceptarlo. Algo dentro de él le decía que Eli seguía viva. Cuando se atrevió a
poner un pie en el piso, en el piso de Eli y suyo, en su casa, encontró el
collar que le regaló, ese con el que podía localizarla y aparecer a su lado,
estuviera donde estuviera. Eso le dio esperanzas, que era lo único que
necesitaba: Eli nunca, absolutamente nunca se lo había quitado desde que se lo
dio. Era una señal, una pista (no puesta a propósito por Elisabeth. Ella sólo
acató órdenes de no dejar nada que pudiera ayudar a Eric para dar con ella.
Irónicamente, el collar, tanto con ella como sin ella, era la pista más
importante del mundo entero). No fue capaz de localizarla con su magia, y tuvo
que ir barrio por barrio, puerta por puerta. Moriarty se dio cuenta de su
objetivo y no quiso que la localizara tan pronto, así que no se le puso fácil y
lo mantuvo todo lo ocupado posible con más viajes y trabajos, trabas camufladas
en forma de misiones que le mantenían bastante ensimismado en el trabajo y por
tanto alejado de su línea de meta. Pero siempre que Eric tenía unos momentos
para él, unos días sólo para él, siendo el único dueño y señor de su tiempo, siguió
su búsqueda. No comía, apenas dormía, y estar tanto sin cuidarse hizo que
empalideciera y se cansara más, pero no hizo caso de su malestar y no se paró a
pensar en él ni un segundo. Todo el esfuerzo estaba destinado a Elisabeth, por
llegar hasta ella. En ocasiones iba a su mundo para conseguir pociones que le
mantuvieran activo, que le ayudaran a seguir sin tener que pararse a descansar.
A veces sentía que se volvía loco, que abrazaba la locura porque su mente y su
corazón no eran capaces de aceptar que ella estaba muerta, pero tampoco hizo
caso a esos pensamientos. Y continuó, siguió luchando por llegar hasta ella.
Ahora, por fin, está ahí, con
Eli, rodeando su cintura con la poca fuerza de la que dispone ya, atrayéndola
hacía él poco a poco y besándola con intensidad.
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