jueves, 3 de abril de 2014

Impossible (Eli, 11)

— ¡Eh, Alex! —Bradley la llama desde el otro lado de la sala. Eli se incorpora y deja de meter sus cosas en la bolsa para darse la vuelta y prestarle atención—. Vamos a ir a tomar algo. ¿Te apuntas?

El chico sonríe con esa sonrisa encantadora de dientes blancos que tiene, y sus ojos azules la miran desde lejos con intensidad. Eli nota cierta súplica en ellos, ganas de que acceda.

—Lo siento, Brad, no puedo. Además… Estoy agotada —responde, pasándose el antebrazo por la frente brillante por el sudor y retirándose el flequillo.

—Vaya… Algún día dejarás que te invite a una copa —responde él tras un suspiro lleno de teatral (aunque sincera) pena.

Ella le sigue el juego con una sonrisa.

—O puede que a dos.

Cuando Bradley termina por irse con el resto de compañeros, Eli pone los ojos en blanco y vuelve a su labor de guardar las puntas en la bolsa. <<Qué pesado…>>. Bradley era un chico atractivo, atlético, buen bailarín y simpático, un tanto casanova, podría decir. A pesar de todos esos encantos y la admiración que parecía sentir él por ella, no le interesaba. El joven llevaba unas semanas intentando que accediera a ir a tomar algo, a dar una vuelta, a ir al cine… Cualquier cosa con tal de quedar con ella, y Elisabeth siempre conseguía con suerte tirarse algún farol y darle largas. ¿Para qué darle esperanzas coqueteando y accediendo a sus invitaciones? Sería una total pérdida de tiempo para ambos.

Piensa en Erik, como piensa en él cada día durante largo rato. Si no podía estar con él, no quería estar con nadie. Aún guarda la esperanza de que él vuelva con ella, la encuentre.

Se echa la mochila a la espalda y se dispone a salir de la academia. Jim le dijo que tenía terminantemente prohibido seguir con el baile, pero le había quitado su casa, su nombre, su novio y prácticamente su vida entera; no estaba dispuesta a desprenderse de lo único que le proporcionaba placer, paz y aislamiento del miedo a perder los nervios y la razón. El baile era su vía de escape, y esa pequeña academia del barrio donde vivía ahora fue un milagro. No sólo asistía a clases, sino que en un principio, cuando dio con la pequeña escuela de danza, se apuntó como monitora y profesora de niñas pequeñas. El cambio radical en cuanto a su forma de introducirse en la sociedad y de relacionarse con el mundo fue un respiro, como cuando abres una puerta y el aire te envuelve, frío y arrollador, dejando que te llene. Eli se sentía viva gracias a ello, a pesar de todo lo que se le había quitado y de lo que se le privó por su falta de profesionalidad.

Se abraza a sí misma y se frota los brazos; empezaba a refrescar, y apresura el paso para entrar en calor y llegar pronto a casa. Pasa enfrente de Koreander’s, su otro milagro. Unas semanas después de haberse instalado, cuando el piso empezó a hacérsele pequeño y le empezó a consumir la pena y la soledad, la añoranza y la melancolía, decidió hacer un gran esfuerzo y echarse a la calle, conocer lo que a partir de ahora iba a ser su entorno. Dio con esa pequeña y anticuada y mágica librería, y se fijó en el cartel de ‘’Se busca ayudante’’. Al día siguiente entró y el anciano Paul Doyle la recibió encantado, le hizo unas cuantas preguntas y al ver que encajaba para el humilde trabajo, le estrechó afectuosamente la mano y la contrató. Elisabeth vio en él a una persona sencilla y dedicada a su tienda y a su nieto, el joven Hamish, un chico curioso y a veces parco en palabras pero simpático.

Ahora la tienda estaba cerrada, y al pensar en Hamish se entristece un poco. Ella y el chico se llevaban bien; se ayudaban mutuamente en la tienda, charlaban con naturalidad de lo que fuera y tenían cosas en común, como el hobbie de parar a ver qué les rodeaba y decir lo que se les pasaba por la cabeza, deducir, mirar y observar. Pero últimamente Hamish estaba un poco distante. Un día volvió del hospital después de pasarse allí una noche entera; su abuelo estuvo muy preocupado, pero Hamish no quiso decir lo que le ocurrió y siempre que Eli le preguntaba rehuía la conversación o simplemente se marchaba sin decir nada, hasta que ella desistió en su empeño de averiguar el porqué. Llevaba días en que el pequeño, cuando se sentía en la obligación de hablar con ella o de estar cerca de ella, evitaba su mirada, y cuando ella buscaba sus ojos en busca de algo que le dijera qué le pasaba, los suyos se desviaban con rapidez, eludiéndolos. Por todas estas cosas no se había parado a hablar con él con calma, en confianza, una confianza que no era excesiva entre ellos, pero la suficiente como para que si alguno de los dos estuviera mal, pudieran sentarse a hablar de sus problemas. Piensa en que pronto podría armarse de valor y preguntarle a Hamish qué le pasaba; que ella supiera no había hecho nada que molestara al chico como para comportarse así, y ya había pasado suficiente tiempo desde que él empezara a actuar de aquella manera.

Por fin llega a casa. Con el paso de los días, las semanas y los meses, lo que en un principio fueron cuatro grises e insulsas paredes se convirtieron con dedicación y esmero en algo parecido a una casa, aunque no era capaz todavía de llamarlo hogar. Lo había amueblado a su gusto, lo adecentó, y ahora era cálido y personal.

Deja las llaves en la mesita al lado de la puerta y la bolsa a sus pies. Le rugen las tripas; el hambre la devora por dentro, pero primero quiere darse una buena ducha refrescante y liberadora. Cuando termina, se mira al espejo y se revuelve el pelo húmedo; ya se había acostumbrado al castaño oscuro, pero a veces echaba de menos su rubio natural. Se hace algo rápido de comer y se tira en el sofá para ver algo en la tele. Desiste al aburrirle todos y cada uno de los canales y coge un libro que se había traído un par de días antes de Koreander’s; Eli le había plagiado a Hamish la inofensiva idea de tomar prestados los libros de la tienda.



Un rasposo y timbrado zumbido retumba por toda la casa. Eli abre los ojos, dejándolos entrecerrados y mirando a ningún sitio en particular borrosamente, y gruñe. Otro zumbido. Se incorpora de golpe en el sofá, todavía con los músculos y el cerebro adormilados. El libro estaba a sus pies en el suelo.

Ahora son toques en la puerta. Eli mira el reloj de la pared que hay en la cocina. Era tardísimo, ¿quién podría ser? <<Como sea el cansino de Brad… —piensa mientras se frota los ojos con ambas manos para ahuyentar las legañas y el cansancio—. Aunque no sabe dónde vivo>>. Podría ser Jim; nadie más que él (y puede que Sebastian… no, puede no, seguro) sabía dónde vivía.

Se levanta del sofá y camina perezosa hacia la puerta. Apoya las manos en la madera y arrima el ojo en la mirilla.

Imposible.

Se le corta la respiración y suelta un gritito angustioso y lastimero. Siente que el corazón se le encoge y se le para, los ojos se le humedecen y el vello se le eriza. Está totalmente fuera de sí. Pero esa sensación  paralizante sólo dura unos segundos; se separa de la puerta y la abre rápida y bruscamente. <<Sigo durmiendo. Esto es un sueño>>, piensa. Intenta creerse sus palabras porque no quiere sufrir, no puede ilusionarse y hacerse daño otra vez. No era la primera vez que recreaba una escena parecida en sueños y luego sus sentimientos acaban pisoteados. Quiere decir algo, y tiene la boca abierta dispuesta a hacerlo de un momento a otro, pero se queda muda, y lo único que puede hacer cuando nota que sus cuerdas vocales están vibrando es soltar otro pequeño suspiro lastimero, haciendo que los ojos se le humedezcan aún más.

—Te he… estado buscando… por todas partes…

Su pecho sube y baja, está sudando y está empapado de la lluvia que había comenzado hacía unas horas.

—Eric… —dice ella con la voz entrecortada.

Se lleva las manos a los labios para no estallar, pero no es capaz, y ya varias lágrimas, antes retenidas con tesón, acaban surcando sus mejillas. Él sonríe y asiente, en parte también incrédulo de tenerla delante de ella después de la larguísima búsqueda que había hecho. Está pálido, muestra de agotamiento por el esfuerzo físico pero no mágico, algo raro en él, pero sus ojos siguen brillando con esa intensidad que Eli no ha olvidado; siguen siendo de un azul perla intenso, olas que se mueven en círculos en el iris y con esas chispitas naranjas llameantes.

Eli es incapaz de moverse y sigue llorando, sin dejar de mirarle. Él da un paso hacia ella y busca sus manos. Cuando las encuentra, Eli las aprieta débilmente, y empieza a subirlas por sus brazos tocando la chaqueta de cuero, fría y húmeda, luego su pecho, a continuación roza con algo más de firmeza su cuello y finalmente se echa a sus labios para besarle, cortando de una vez por todas sus sollozos.



Cuando Eric volvió de ese inoportuno trabajo para él pero idóneo entretenimiento para dar lugar a la operación ‘’Borrar a Eli del mapa’’ de Jim, se chocó de lleno con la noticia que no paraba de repercutir en todos los medios de comunicación: la Royal Ballet School había saltado por los aires y Elisabeth había muerto. Jim le dio la noticia, y fue la primera y única vez que a Eric le parecía un poco humano; estaba destrozado, más malhumorado que de costumbre y roto, pero Eric no podía aceptarlo. Algo dentro de él le decía que Eli seguía viva. Cuando se atrevió a poner un pie en el piso, en el piso de Eli y suyo, en su casa, encontró el collar que le regaló, ese con el que podía localizarla y aparecer a su lado, estuviera donde estuviera. Eso le dio esperanzas, que era lo único que necesitaba: Eli nunca, absolutamente nunca se lo había quitado desde que se lo dio. Era una señal, una pista (no puesta a propósito por Elisabeth. Ella sólo acató órdenes de no dejar nada que pudiera ayudar a Eric para dar con ella. Irónicamente, el collar, tanto con ella como sin ella, era la pista más importante del mundo entero). No fue capaz de localizarla con su magia, y tuvo que ir barrio por barrio, puerta por puerta. Moriarty se dio cuenta de su objetivo y no quiso que la localizara tan pronto, así que no se le puso fácil y lo mantuvo todo lo ocupado posible con más viajes y trabajos, trabas camufladas en forma de misiones que le mantenían bastante ensimismado en el trabajo y por tanto alejado de su línea de meta. Pero siempre que Eric tenía unos momentos para él, unos días sólo para él, siendo el único dueño y señor de su tiempo, siguió su búsqueda. No comía, apenas dormía, y estar tanto sin cuidarse hizo que empalideciera y se cansara más, pero no hizo caso de su malestar y no se paró a pensar en él ni un segundo. Todo el esfuerzo estaba destinado a Elisabeth, por llegar hasta ella. En ocasiones iba a su mundo para conseguir pociones que le mantuvieran activo, que le ayudaran a seguir sin tener que pararse a descansar. A veces sentía que se volvía loco, que abrazaba la locura porque su mente y su corazón no eran capaces de aceptar que ella estaba muerta, pero tampoco hizo caso a esos pensamientos. Y continuó, siguió luchando por llegar hasta ella.



Ahora, por fin, está ahí, con Eli, rodeando su cintura con la poca fuerza de la que dispone ya, atrayéndola hacía él poco a poco y besándola con intensidad.

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