— ¿Has terminado? —Sherlock, con
las gafas especiales que se pone cuando usa el soplete para alguno de los
experimentos, mira con ojos entrecerrados la pantalla del portátil de John.
John no contesta. Teclea unas
cuantas palabras más, despacio, algo que divierte a Sherlock sobremanera y a él
le hace enrojecer de rabia y vergüenza; seguía sin escribir muy rápido a
máquina, ¿y qué? Aun así le gusta ver a Sherlock sonreír de vez en cuando.
—… Ahora sí. Terminado.
—Bien —el detective agacha más la
cabeza hasta ponerla a la altura de John—. ‘’El mensajero cadáver’’. Siguen sin
convencerme algunos títulos, John.
—Mi blog, mis títulos.
—Vale, vale… —hace como que se
coloca las gafas bien, enciende el soplete y vuelve a la mesa de la cocina a
continuar lo que quisiera que estuviera haciendo.
Los hechos eran estos: habían
pasado semanas, meses, desde que John recuperó la compostura y su capacidad de
razonar. Era el John Hamish Watson de siempre, el que se mudó con un Sherlock
Holmes arrogante y tozudo, el que resolvía crímenes con el detective asesor y
el que escribía los casos que resolvían. Su querido Sherlock seguía igual de
arrogante y tozudo, pero era una persona totalmente diferente. Ambos habían
cambiado para bien, ambos se tenían el uno al otro y ambos luchaban para
mantenerse vivos.
Ahora, después de tanto tiempo,
John se dedicaba a dar las últimas pinceladas al último caso relevante que
tuvieron entre manos: James Moriarty, Jackson Williams, Dean Crowe, Edward T.
Foster, Elisabeth Parker… Tras la trágica muerte de la joven, el caso estaba
cerrado. No podían meter en la cárcel a Moriarty; era prácticamente imposible,
daba risa siquiera pensar en intentar hacer tal cosa. Los demás culpables
habían muerto, así que probablemente podría decirse que era uno de los malos
casos, uno de esos que según Sherlock no deberían publicarse por no haberse
resuelto. Pero había sido muy importante para ambos, duro, largo y arrollador,
así que debía constar en acta.
El detective se encontraba mejor
en el tema de haber perdido a su sobrina, a la que apenas conocía y que murió
como la protegida de su némesis y no como una Holmes. Cuando John mejoró, fue
su turno de hablar calmadamente con Sherlock sobre el tema. Este le expuso que
al principio estaba desolado y muy apenado, pero conforme pasaban los días,
mejoró, también porque tenía que dedicarse en cuerpo y alma a la recuperación
de John.
El doctor se levanta pesadamente
de la silla y da unos pasos para derrumbarse esta vez en su sofá, de espaldas a
Sherlock y al sonido de la llama silbante del soplete. Coge el periódico de la
mesita del té y empieza a leer.
Pasan unas horas hasta que
Sherlock concluye su misterioso experimento, en las que a John le ha dado
tiempo de ir a comprar, hablar con la señora Hudson e incluso de darse una
ducha. Sentándose en su respectiva butaca, el detective junta las palmas de su
mano a la altura de sus labios y mira a un punto en el infinito situado cerca
de John.
— ¿Y bien? —pregunta el doctor.
— ¿Y bien qué?
—Lo que estabas haciendo. ¿Es
para algún caso en concreto?
—No. Mero entretenimiento.
— ¿Y te entretienes?
—No.
John se ríe y deja el periódico,
que ya había ojeado en menos de dos horas un par de veces.
—En serio. Necesitamos un caso.
Sherlock se tira hacia atrás en
el sillón y mira al techo, mientras resopla acompasadamente.
—El mundo está aburrido… ES
aburrido, sieeeempre. No hay nada.
Por una parte esa paz agobiante
de no tener casos es un alivio para John, por lo menos porque Moriarty no está
detrás de ellos; por otra le hierve la sangre porque también se aburre, no
tanto como Sherlock, pero lo hace. Tienen tiempo para ellos, pero desde siempre
su tiempo lo habían dedicado a investigar y correr peligros. La sensación es de
un vacío asfixiante. ¿Cómo podía ser que no hubiera absolutamente nada para
ellos en estos momentos?
—Quizá si esperamos más… —John
intenta sonar esperanzador, lo que tensa aún más a Sherlock—. Vale, vale, ya lo
sé… Pero no es culpa nuestra que no haya nada. No hay más remedio que esperar.
Tú aquí en casa con tus experimentos y yo en la clínica.
En la clínica sí que había casos,
cada dos por tres. La actividad era incesante en los turnos de John, y cuando
volvía a casa estaba agotado. Era cerrar el despacho y desear que por arte de
magia estuviera a un paso de su cama. Sherlock a veces le esperaba en el salón,
componiendo, mirando por la ventana, viendo la tele… Y otras ya estaba
durmiendo, porque su aburrimiento era tal que estar despierto le parecía una
pérdida de tiempo. En varias ocasiones John llegaba a casa y no se metía en el
acto en la cama con él, después de haberse dado la correspondiente ducha; se
quedaba de pie en la oscuridad mirando la sombra proyectada por Sherlock. Le
debía más de un favor, pensaba cuando le observaba. Sherlock Holmes era su
milagro, lo había sido siempre. Lo salvó hacía años conociéndole en el Barts,
cuando volvió después de la caída y lo volvió a salvar de la locura que lo
tenía prisionero. No se apartó de él en ningún momento, tuvo una paciencia
infinita y le cuidó durante toda esa etapa tan dura para ambos. No sabía cómo
recompensarle, porque Sherlock siempre haría algo aún más sorprendente por él
la próxima vez que estuviera en peligro, y John no era capaz de pensar en nada
que fuera de unas magnitudes tan asombrosas que pudiera compararse a lo que el
detective hacía por él. Lo único que podía hacer era estar a su lado, darle su
amor y devoción y ayudarle en todo lo posible.
—De todas formas —sigue John,
levantándose de la butaca y poniéndose de rodillas enfrente de Sherlock—,
cuando salga algo, iremos como lobos hambrientos a por ello. Así que relájate,
coge el soplete y los tubos de ensayo y sigue entreteniéndote.
Sherlock resopla resignado, como
un niño aburrido encerrado en casa sin poder salir a la calle. Baja la vista
del techo para mirar a John, agazapado delante de él y sonriendo tímidamente. Sonríe
al doctor con ternura. <<Llevaba
demasiado sin verle sonreír así… —se dice John al mirarle—. Es reconfortante>>.
John piensa que le va a responder
con un ‘’vaaale’’ o un ‘’de acueeerdo’’, la típica respuesta que se le da a los
tontos para que se queden contentos, pero en lugar de eso, el detective sujeta
con ambas manos su cara y se acerca a él muy despacio. John cierra los ojos y
se deja llevar. Pasa menos de un segundo para que Sherlock recorra la corta
distancia que había entre ellos, y sus labios por fin se juntan y se unen en un
beso. Es sólo un beso, sus labios juntos, ninguno de los dos se mueve y ninguno
de los dos siente el impulso de profundizarlo, pero es mágico. El corazón de
John debería acelerarse, pero permanece calmado; el momento no es intenso, es
apasionado pero de una forma relajada, ni demasiado excitante y ni por un
segundo rozando la frialdad. Es tranquilo, suave, dulce e íntimo. Todo está
completamente en silencio y ellos siguen sin moverse, John notando las cálidas
manos de Sherlock en su cara y este a su vez notando las manos de su compañero
enredándose en su pelo.
Al final, al unísono, se atraen
el uno hacia el otro y profundizan el beso. Ahora la pasión y el arrebato de
contagiarse el uno del otro sí entran en acción, y el corazón de John empieza a
aumentar las revoluciones. Gime de placer cuando se levantan y empieza a rodear
la cintura de Sherlock. La seda de la bata pasa fugazmente entre sus manos
hasta que da con su cintura por debajo de ella y acaricia su espalda. Sherlock
se separa de él, curva su espalda para llegar a su cuello y empieza a besarlo.
John entierra la cara en su hombro y toma aire con fuerza, una y otra vez.
De repente Sherlock se detiene,
se queda paralizado.
—Sherlock... —murmura en un suspiro
el doctor—. ¿Sherlock…? Por Dios, qué pasa…
John se gira sin separarse
demasiado de él y sin dejar de tocarle y lo ve: la señora Hudson, inmóvil en la
puerta y con la boca abierta. Asombro no sería la palabra más adecuada para
describir su cara. Más bien parece que haya visto el fantasma de Elvis y esté
alucinando, encantada.
—Oh Dios mío… ¡¡Oh Dios mío!!
Sherlock recupera la compostura y
vuelve a erguirse, frotándose nervioso la nuca y mirando hacia otro lado. Tiene
la cara roja de vergüenza. John ha imitado a la señora Hudson y también tiene
la boca abierta sin poder creérselo. Cuando mira a Sherlock tan incómodo sólo
se le ocurre taparse la boca para no reírse a carcajadas. <<Adorable>>.
La señora Hudson termina por irse
por donde ha venido lo más rápido que le permiten sus ya cansadas piernas. John
resopla, intentando quitarse de encima el calor que tiene. Su mente está
bloqueada y no recuerda si la señora Hudson sabía lo que había entre él y
Sherlock, o si lo intuía, o si no tenía ni la más remota idea. Su cara y la
leve sonrisa que había dibujada en su boca abierta le decía que seguramente se
lo olía.
Sherlock todavía está un poco
tenso y mirando hacia otro lado. John le mira y se aclara la garganta.
— ¿Es la primera vez que nos ve
así?
—Sí.
—Vale.
Con movimientos cortos y pausados
ambos se buscan y cuando se miran empiezan a reírse. Cuando se les pasa vuelven
a abrazarse y a besarse con intensidad, dirigiéndose al dormitorio.
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