Llegaba tarde, como de costumbre,
a una de sus citas con Irene Adler, aunque no era el único invitado que iba con
retraso. En el enorme patio ajardinado donde se aparcaban los coches, podía ver
que algunas personas, pocas, entraban entre risas apresuradas, pasitos cortos
por parte de las mujeres para no tropezar con sus vestidos o torcerse un
tobillo por sus tacones y pasos más vigorosos y alargados por parte de los
hombres. El gran salón de ceremonias era toda una fiesta de brillo, oro y
glamour, donde los valses resonaban por todo el majestuoso palacio.
Al adentrarse en el salón, puede
ver a gran parte de los invitados participando con elegancia en el baile,
mientras que otros mantenían una agradable conversación con amigos y conocidos
sobre política y negocios, custodiados por las enormes columnas que rodeaban
todo el salón. Sherlock podía divisar a un par de políticos, unos cuantos
banqueros, empresarios que habían hecho riqueza habiendo llevado con cierta
astucia y sabiduría sus negocios; hasta pudo ver a algún que otro noble. La
persona de la que menos se alegraba de haber visto fue al Primer Ministro, ese
hombrecillo que se refugiaba en Downing Street que no paraba de insistir que
acepara ser nombra Sir por Su Majestad. ¿De qué le servía a Sherlock un título
así en estos tiempos? Era un detective asesor, no un caballero con armadura.