Llegaba tarde, como de costumbre,
a una de sus citas con Irene Adler, aunque no era el único invitado que iba con
retraso. En el enorme patio ajardinado donde se aparcaban los coches, podía ver
que algunas personas, pocas, entraban entre risas apresuradas, pasitos cortos
por parte de las mujeres para no tropezar con sus vestidos o torcerse un
tobillo por sus tacones y pasos más vigorosos y alargados por parte de los
hombres. El gran salón de ceremonias era toda una fiesta de brillo, oro y
glamour, donde los valses resonaban por todo el majestuoso palacio.
Al adentrarse en el salón, puede
ver a gran parte de los invitados participando con elegancia en el baile,
mientras que otros mantenían una agradable conversación con amigos y conocidos
sobre política y negocios, custodiados por las enormes columnas que rodeaban
todo el salón. Sherlock podía divisar a un par de políticos, unos cuantos
banqueros, empresarios que habían hecho riqueza habiendo llevado con cierta
astucia y sabiduría sus negocios; hasta pudo ver a algún que otro noble. La
persona de la que menos se alegraba de haber visto fue al Primer Ministro, ese
hombrecillo que se refugiaba en Downing Street que no paraba de insistir que
acepara ser nombra Sir por Su Majestad. ¿De qué le servía a Sherlock un título
así en estos tiempos? Era un detective asesor, no un caballero con armadura.
Tensa el cuello al ver que el
Primer Ministro también se ha fijado en él y se le acercaba sonriente. <<Tierra, trágame>>. Resopla
derrotado, pensando que va a tener que aguantar de nuevo su insulsa palabrería,
pero en el momento más oportuno, ve a lo lejos a Irene. La Mujer estaba
radiante, esplendorosa, la más elegante de todo el convite. Llevaba un vestido
color verde esmeralda intenso, ceñido a la cintura y con vuelo, con un escote
no muy pronunciado en triángulo y unos tirantes muy finos que dejaban toda la
espalda abierta hasta la cintura; el cuello lucía desnudo, al igual que sus
orejas, mientras que en la mano derecha llevaba la única joya de todo el
conjunto, un brazalete de plata con circonitas incrustadas; por supuesto, los
labios color escarlata, y ahí estaban, saboreando el champagne de una alta y
delgada copa de cristal reluciente.
Sherlock consigue eludir al
Primer Ministro cuando emprende su pequeño paseo hacia La Mujer, aunque no
puede evitar sonreír de satisfacción por quitarse de encima al político y por
verlo de reojo con expresión confusa. Irene participaba con pocas ganas en una
conversación, y parecía que también se alegraba de ver a Sherlock.
El detective al fin llega a su
destino y se planta recto ante ella.
—La puntualidad no es tu fuerte,
querido —dice Irene con una sonrisa en sus alargados y rojos labios.
Sherlock se inclina haciendo una
reverencia.
Sabía perfectamente por qué
estaba allí. Ni loco habría ido a una fiesta así si no fuera por ella. Seguro
que necesitaba ayuda, aunque no sabía cuál sería el favor. <<Puede que Moriarty tenga algo que ver. Es a lo único a lo que
Irene tiene miedo>>.
—Si me disculpáis —comenta Irene
dirigiéndose a sus compañeros—, mi acompañante ha llegado —les dedica una
última y falsa sonrisa y rodea el brazo de Sherlock, guiándolo por la noble
muchedumbre.
Los valses seguían sonando. La
esplendorosa lámpara de araña que colgaba en el centro del gran salón
permanecía inmóvil y contemplando el panorama bajo sus pies tintineantes. Era
una lámpara redonda de varios pisos, con pequeñas lágrimas de cristal colgantes
y repleta de oro y materiales de gran calidad bañados también en oro.
Sherlock e Irene pasean por el
fondo de la sala, entre los murmullos de los invitados bebiendo y hablando y el
retumbar de los tacones danzando y saltando en el centro de la sala.
—Habrás deducido por qué te he
invitado a esto, ¿no? —pregunta La Mujer aferrándose al brazo del detective.
— ¿Para verme acosado por el
Primer Ministro?
—Oh, por supuesto. Pero hablando
en serio… —hace una pausa, mirando sus tacones verde oliva sobresalir por
debajo del vestido cuando daba un paso, y otro, y otro—. Te necesito… otra vez.
Irene no era una mujer a la que
le gustara deber favores, aunque con el tiempo y conociéndose como se conocían,
había empezado a aceptar recurrir sin ningún reparo a él.
Sherlock nota que está tensa,
nerviosa.
—Me gustaría hablar si puede ser
mientras bailamos. Prefiero escuchar de fondo música que parloteos vacíos.
Irene accede, sorprendida por la
petición. Consiguen adentrarse en la pista de baile. El vestido, aunque parecía
demasiado ajustado como para resultar cómodo a la hora de bailar, era un truco,
ya que por debajo de la cintura era mucho más abierto y dejando total libertad
de movimiento.
Durante los giros y los pasos a
tres, Irene le explica a Sherlock su posición. Se estaba arriesgando demasiado
con Moriarty mientras se seguía viendo con el detective, y temía por su
seguridad por mucho que Sherlock le asegurar que él la protegería todo lo
posible. James Moriarty era sinónimo de peligro y muerte, y no podría librarse
tan fácilmente. Sherlock le da algunas vías de escape. Podría irse otra
temporada fuera del país, como ya hizo hacía unos meses, manteniéndola alejada
y segura de Jim; otra solución era que no quedara tanto con Sherlock. La ciudad
era del Gobierno y de Moriarty, con cámaras por todos los rincones, ojos
expiatorios. Irene podría hackear su móvil y mantenerse en contacto con
Sherlock mediante mensajes, sin dejar rastro; eso podría despistar al criminal
asesor y de nuevo ganarse su confianza, porque estaba claro que Jim no la
dejaría escapar, y Sherlock no podía hacer nada, de momento.
Los consejos de Sherlock
parecieron tranquilizar a Irene, que gustosamente y después de darle las
gracias, se dejó elevar en el aire por el detective cuando este la cogió con
ambas manos de la cintura y le hizo dar una vuelta al son de la música. La agarra
fuerte antes de dejarla de nuevo en el suelo, quedando muy cerca el uno de la
otra. No había nada romántico entre ellos, ya estaba muy claro, pero de vez en
cuando les divertía hacer esas cosas, jugar. Sherlock se separa de ella sin
soltarle las manos. Irene ríe, con el rostro congestionado por los giros y las
risas. Parecía feliz, pero esa preciosa sonrisa se borra de un plumazo en sólo
unos segundos.
Sherlock frunce el ceño, confuso.
Irene estaba mirando a un punto lejano en el salón, un rincón oscuro. Su rostro
reflejaba miedo, terror, pavor. Dirige su mirada también a ese rincón y lo ve,
ve lo que atemorizaba a Irene; tan impecable con su traje de westwood, ahí
estaba James Moriarty, sonriendo de oreja a oreja y mirando a ambos fija y
sombríamente. El criminal eleva el rostro hacia el techo y pone los labios como
si estuviera silbando, un silbido que seguramente iba de más agudo a más grave
conforme baja la cabeza hasta llegar el suelo.
Entonces se da cuenta. Le da un
empujón a Irene, alejándola del centro del salón todo lo que puede. Unos
hombres consiguieron cogerla antes de que cayera al suelo. En el momento en el
que se oye el retumbar del techo y un estruendoso ‘’crack’’, Sherlock salta en
dirección a donde había empujado a Irene. Un grito ahogado y chillón de una
mujer anticipa lo que sería la caída de la monumental lámpara del techo. Los
que estaban en la pista de baile consiguen librarse de ser aplastados por la
lámpara, pero no se evita que alguna mujer se tuerza el tobillo a causa de la
imprevista carrera. Algunos trozos de cristal y vidrio salen disparados hacia
el círculo de multitud.
Cuando Sherlock se levanta del
suelo, vuelve su vista a donde estaba orgulloso y triunfante Moriarty; ya no
está. Los gritos se apoderan del palacio, y los invitados corren apresurados
hacia la salida. Sherlock coge del brazo a Irene y la mira con detenimiento,
asegurándose de que no había sufrido ningún daño.
—Vámonos —consigue decir lo más serenamente
posible, pero su voz suena agitada.
Irene habría preguntado que a
dónde, pero sabía la respuesta: al 221B de Baker Street.
No hay comentarios:
Publicar un comentario