Un abrumador y abrasador calor
recorría todo el cuerpo de Jim. Era como si sus pesadillas lo estuvieran
quemando vivo. El sudor frío de la frente corría lentamente hasta derramarse a
los lados. Una expresión suplicante se esbozaba en su rostro. Las pesadillas lo
rodeaban, pero tenía la sensación de que no eran pesadillas creadas por su
subconsciente, sino recuerdos olvidados que ahora sin explicación alguna su
mente veía oportuno recuperar. En ellas no ocurrían cosas malas que le hicieran
tener miedo, pero le daba pavor estar atrapado en su propio cuerpo y
representando escenas de las que él no tenía constancia haber vivido, escenas
en las que parecía un maniquí cogido con hilos y movido por otra persona
totalmente opuesta a él, y que decía cosas que él nunca diría.
No para de revolverse en la cama,
de rodar en ella de un lado a otro, de gemir de angustia en la oscuridad... Precisamente
esa noche no estaba Seb; había un trabajo fuera de Londres y se había ido hacía
un par de días, días en los que Jim, efectivamente sin el francotirador no pudo
dormir y necesitó las pastillas, pero esa noche era diferente. Era como si su
cabeza quisiera que durmiera y se sumiera en esas visiones, y Jim no era capaz
de despertarse. Su mente quería hacerle llegar a cierto punto hasta que decidiera
quitar el pestillo a la puerta de salida.
— ¿Qué estás haciendo? —Jim, con
una voz aniñada y revoltosa, abraza a alguien por detrás un hombre alto y rubio
Tenía claro que era imposible que fuera él.
— ¿Tú qué crees? —la voz de
Sebastian hace que de un respingo en la cama y gime de nuevo cuando Seb se da
la vuelta y le sonríe—. Cosas de trabajo. Cosas aburridas para ti.
— ¿Luego vendrás a ver la tele
conmigo?
Era imposible que estuviera
diciendo esas cosas, pero por otro lado, es como si supiera lo que dice. Su
mente le estaba gastando una broma, una broma cruel. Él no hablaba ni era así
con nadie, y menos con Sebastian aunque ahora el francotirador fuera suyo. No
quería que todo eso fuera un recuerdo, pero lo veía y sentía tan real como un
déjà vu, haciendo que se ponga nervioso y con más ganas de despertarse. Es
cierto que una parte de él no se sentía a disgusto reviviéndolo.
—Sabes que sí —contesta Seb.
Jim nota que las comisuras de su
boca se estiran, esbozando una sonrisa. Una sensación embriagadora de felicidad
llena todo su ser, haciéndolo sonreír aún más.
—Muy bien —dice—. Te quiero, Seb.
¿Lo sabes?
Sebastian se acerca a él y lo
besa con dulzura. Jim nota un revolotear dentro de él agradable. Aunque nunca
se habían besado así, lo disfruta. Era suave, lento, sin ansias de devorarse,
simplemente dejando pasar el tiempo.
—Lo sé, Rich.
Jim grita, queriendo despertarse
al instante después de oír ese nombre, pero no puede. Rich se da la vuelta y se
dirige a lo que parece ser el salón con paso vivo y alegre. Jim reconoce el
entorno vagamente al recorrerlo; los muebles viejos, las revisas de la mesa del
té del salón, la televisión, la escalera, el pasillo… Era esa casa, esa
diminuta casita. Estaba en Cardiff. Su corazón se apacigua y late con normalidad,
porque ese sitio le transmitía paz y tranquilidad. Jim recuerda cuando Seb
entró por la puerta un día y él le preguntó qué demonios había pasado y qué
hacía ahí. Al pensar en eso, tiene más claro que son recuerdo que su cerebro
había guardado bajo llave. La parte de Jim que estaba despertando, es decir,
Rich, sonríe, porque en esa casita había vivo momentos de todo tipo; momentos
tristes, momentos confusos, momentos de total y absoluta felicidad… Pero Jim no
comparte esa felicidad, no es capaz.
Todo se torna a negro en un
segundo y Jim, o Rich, ya que a estas alturas ambos nombres son lo mismo aunque
sean personalidades totalmente distintas, se sitúa ahora acostado en la cama,
entre las blancas sábanas de una habitación de paredes azules. A su lado, de
nuevo Sebastian, sonriendo y jadeando cada vez con menos ganas, exhausto, signo
de que habían hecho el amor. Rich nota la respiración de su cuerpo también
agotada y profunda. Sus ojos recorren el cuerpo desnudo de Sebastian, y pasa su
mano desde el bajo vientre hasta llegar a la mejilla del francotirador. Jim
recuerda el tacto, pero no porque era algo que hacía a menudo con Sebastian,
sino una vaga sensación de cómo recorría con su mano su torso, y cómo se le
erizaba el bello al hacerlo, y recuerda también lo mucho que le gustaba
hacerlo, y que lo había hecho tropecientas veces y todavía sentía la misma
emoción que la primera vez que lo hizo.
Todo se estaba volviendo muy
real. Pequeños flashbacks aparecen de repente, situaciones de todo tipo, y su
sensación al recorrer esos momentos fugaces se convierte en un sentimiento más
que real, hiperreal: recuerda cuando se entristeció en el momento en el que Seb
quiso cruzar la puerta principal de la casa para no estar con él, y cómo le
besó después de que Rich se le declarara, la primera vez que pisó la entrada de
la casa de Cardiff y lo mucho que le gustó, la primera vez que lo vio en el
hospital después pegarse el tiro en la cabeza, y en ese momento ya no era Jim,
sino Rich…
En la cama, Seb lo arrima a él
lentamente hasta que están tan cerca que pueden notar la respiración del otro.
Se funden en un beso del que luego se separan para darse otro más corto,
sonriendo dentro del beso y riendo al final, y a Jim, teniendo total seguridad
de que es Rich, le da un vuelco de emoción y alegría el corazón.
Por fin su subconsciente cree que
ya ha visto suficiente para que crea lo que quiera creer, abre la puerta y deja
que Jim salga de esa habitación y de todo lo que ha vivido angustiosamente.
Empapado en sudor y con los ojos abiertos como platos, mira a todos lados y niega
con la cabeza, incrédulo.
—No… No… No puede ser…
— ¿Por qué no? —la voz infantil e
inocente de Rich resuena en su cabeza, como si todavía no hubiera despertado—.
Lo disfrutabas. Ahora lo recuerdas, ¿verdad?
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