domingo, 23 de febrero de 2014

Oh, my, God (Jeanne, 1)

Después de dejar las cosas en un hotelillo barato, Jeanne se precipita a la noche para dar un paseo. La llegada a Londres no le había causado una primera buena impresión; el tren estaba hecho un asco, un viejo verde de su mismo vagón no paró de mirarla durante todo el trayecto, algo que le resultó repulsivo y asqueroso, y le costó horrores encontrar un alojamiento que pudiera permitirse. No sabía cuánto tiempo iba a estar allí, cuánto tiempo duraría su cometido, así que lo mejor era alojarse en un sitio barato, barato y horrible, ya puestos a entrar en detalles. Sólo sabía que si se quería duchar en el baño de su habitación, necesitaría de un control mental enorme el olvidar lo sucio que estaba aquello. Por lo menos la cama era confortable dentro de lo que cabía.

No se encontraba por el centro de la ciudad, así que está paseando por calles menos concurridas. Las luces iluminan en tonos sepia las calles, y algunos escaparates dan un tono blanco incandescente. Mira todo con bastante curiosidad aunque no con mucho entusiasmo; hacía frío y haber salido a toda prisa de casa no le permitió hacer una maleta en condiciones. Tenía lo justo, pero no lo necesario, lo que la tenía un poco desanimada. Por los escalofríos que empieza a sentir cada vez que da un paso su cabeza le repite una y otra vez que vuelva rápido al hotel, que aunque sea horrible, por lo menos ahí estará calentita y tranquila. Así que no espera ni un minuto más y, girando sobre sus talones con gracia, vuelve por donde ha venido.

Piensa en su madre y en las últimas palabras que le dedicó. ‘’ ¡Estoy harta de que siempre que te pregunte evites el tema! ¡Pienso ir a buscarle, y no podrás hacer nada por impedírmelo!’’. Tenía quince años y llevaba varios intentando averiguar quién era su padre. Su madre la asfixiaba; su amor era demasiado abrasador y retentivo, la aprisionaba, y aunque la quería, no podía respirar. Necesitaba salir, y por fin lo había hecho. Quizá la aventura que había emprendido no durara ni dos días; quizá no encontrara a su padre, o que lo encontrara y fuera una decepción. Tampoco se había parado nunca ha fantasear con él, porque eso sólo haría que si algún día le encontraba, el resultado no fuera el esperado. Sabe que su madre, aunque estará enfadada con ella, lo que más debe estar ahora es preocupada, pero quiere seguir adelante, debe seguir sus impulsos y salir del caparazón del desconocimiento en el que llevaba viviendo toda su vida.

Pasa al lado de varios callejones oscuros, pero uno le llama inevitablemente la atención: un gemido grave y prolongado, de dolor, sale de él. Al principio pasa de largo conforme se le eriza el vello del susto, pero se para, vuelve sobre sus pasos, y a una distancia prudencial, pone la función linterna de su móvil y enfoca muy despacio al callejón, primero hacia abajo para ir subiendo la luz poco a poco. <<Oh, vaya>>, piensa. Había un chico, más o menos le parece que de su misma edad, tendido en el suelo, que se incorpora torpemente, pero coloca la mano en una especie de charco (Jeanne prefiere no pensar de qué puede ser), resbala y vuelve a caer.

Jeanne chasquea la lengua. A pesar del frío que tiene y las ‘’ganas’’ por volver al hotel, se sorprende acercándose al desconocido y poniéndose en cuclillas delante de él (no parece un vagabundo, y es demasiado joven para estar en esa situación tan peliaguda). Empieza a pincharle con cuidado con el dedo índice en la espalda, esperando a que reaccionara.

—Eh… Eh… ¡¡Eh!!

El chico poco a poco vuelve en sí de nuevo, y con la ayuda de Jeanne se incorpora hasta sentarse. Jeanne se percata de una mancha oscura en su pelo, seguramente sangre, pues la pared también está manchada al igual que el suelo.

—Te has pegado una buena, ¿eh? —suelta ella mientras él se lleva la mano a la cabeza y mira sus dedos manchados de un rojo líquido y espeso.

Él la mira confuso y con una mueca de desagrado y dolor y los ojos entrecerrados, como intentando enfocarla. El chico hace un intento de ponerse de pie, pero se nota que solo no puede.

—Espera, te ayudo —Jeanne lo coge de un brazo y lo rodea con el otro por la cintura para aguantar parte del peso y para que él estuviera más cómodo—. ¿Dónde vives? ¿Te llevo? Tú solo no podrás…

El chico está helado; tiene los labios morados, que le tiemblan como flanes, y la tez pálida como la nieve.

—Creo que lo mejor es que vayas a un hospital —resuelve ella al ver que él no reacciona y no es capaz de hablar.

Muy despacio, salen del callejón y consiguen dar pronto con un taxi.

—Emm… Al hospital más cercano, por favor —pide Jeanne al montar al chico y después ella. Era demasiado tarde y estaba congelada, así que decide compartir el viaje; un par de libras a pagar luego más no le harían daño.

El taxista obedece y tiene la bondad de ir lo más rápido que puede al ver que sólo son un par de críos y que uno saltaba a la vista necesitaba atención médica. Jeanne mira preocupada al desconocido, que sigue con los ojos perdidos e intentando estar todo lo quieto que puede para no marearse más. <<Debe tener una contusión. El golpe ha debido ser fuerte, pobre…>>. Por fin llegan al hospital, y un par de enfermeros salen en busca del chaval cuando Jeanne lo saca del vehículo y avanza un poco por la entrada del edificio. Lo deja en buenas manos, confiada de que ahora estará bien. Ha sido toda una suerte que pasara por ahí…

Vuelve al taxi, que recorre la distancia entre el hospital y su hotel igual de rápido como antes, le paga (el taxista le rebaja un poco el precio, cosa que sorprende a Jeanne y le da un punto positivo a Londres de los no sé cuántos negativos que llevaba) cuando llega. Se mete en su habitación, tirándose rápidamente encima de la cama. Tantea la superficie hasta agarrar las sábanas, las arrastra hacia ella, la envuelven en un suspiro y se hace una bola debajo de ellas. Tenía frío, estaba cansada y el día había sido largo y duro para ella. Cae dormida casi en el acto, satisfecha y con cierto orgullo al pensar que había sido la heroína de ese chaval al que seguramente no volvería a ver, pero que le llena de algo parecido a la felicidad el saber que gracias a ella estará bien.



Después de alborotarse un poco el pelo frente al espejo para no parecer una niña mona, y después de mirar fijamente su reflejo diciéndose en voz baja palabras de ánimo, coge de la mesita de noche la supuesta dirección de su supuesto padre apuntada en un trozo de papel y sale del hotel. Con mucha atención y un mapa como guía y ayuda, busca la calle, busca el número. Consigue llegar sin demasiados problemas a la calle en cuestión, y su corazón se acelera conforme ve que el número 53 está cerca.

43, 45, 47… <<Calma Jeanne, ¡calma! Puede que ni siquiera viva ya aquí>>. Tararea una cancioncilla para quitarse el miedo, pero sus emociones le traicionan y sigue temblando y con el corazón a mil por hora. 49, 51… Unos pasos más y estaría delante del portal. Se detiene y vuelve a mirar el papel para estar segura de que era el número 53 y que no tenía ni que retroceder sobre sus pasos ni que andar un poco más hacia delante, lo que acabaría haciendo que le diera un ataque al corazón, que se le salía del pecho. Respira hondo y empieza a subir muy despacito los tres peldaños que hay a modo de escalera.

Uno, dos, tres. Ya está, ya no podía echarse atrás. ¿Timbre o tres golpecitos en la puerta? <<Ni que fuera una decisión de vida o muerte>>. Mueve en el aire la mano, aún decidiéndose por esa estupidez, hasta que su cabeza se harta y se decide por los golpes en la puerta. Pasan unos segundos y no oye nada. Empieza a ponerse nerviosa. Se aparta con un soplido unos cuantos mechones de pelo rubio de la cara y vuelve a llamar, esta vez con más decisión. Nada. <<Entonces… ¿ya está? Oh, vamos…>>. Suspira, un poco decepcionada. Como una parte de su cerebro había pensado, el hombre al que había ido a buscar no vivía ahí, así que ahora sólo quedaba dar marcha atrás y poner rumbo a casa. Todavía no contenta ni dándose por vencida, apoya en la lámina de madera que era la puerta ambas manos y la cabeza, intentando escuchar algo al otro lado, algún signo de vida; unos pasos, ladridos de un posible perro, cacerolas chocando entre sí o la cerámica de los platos mientras son guardados, alguien hablando a través de la pantalla de la televisión o las ondas de la radio…

La puerta se abre de repente y Jeanne pierde un poco el equilibrio al encontrarse con nada que la sujete, pero rápidamente se recupera tras un pequeño grito de sorpresa. Alza lentamente la cabeza hasta toparse con el que la había hecho perder la compostura (y pillándola infraganti). Era un hombre alto, de complexión delgada pero fuerte, el rostro alargado como su gesto serio e interrogativo, y el pelo rubio oscuro. Se fija en la cicatriz en su ojo izquierdo, una cicatriz irregular al igual que llamativa, pero no le hace sentir ni repulsión ni un impulso de hacer alguna mueca.

La chica traga saliva y quiere hablar, pero no sale nada de sus temblorosas cuerdas vocales. El hombre acentúa más su gesto interrogativo.

— ¿…Sí?

<< ¿Será él?>>, se pregunta Jeanne, intentando no darse falsas esperanzas.

—Busco a Sebastian Moran —logra decir, intentando sonar lo más serena posible.

— ¿Quién pregunta?

<<Ugh, qué brusco>>. Frunce los labios.

—Pregunto yo —se cruza de brazos, más como una barrera que como una postura ofensiva. Él hace lo mismo, y su mirada parece que la está evaluando. Jeanne empieza a impacientarse—. ¿Lo sabe o no?

El imponente hombre chasquea la lengua y esboza una sonrisa de medio lado.

—Yo soy Sebastian Moran. ¿Qué quieres?

Jeanne traga saliva una vez más, pero en esta ocasión le cuesta horrores hacerlo de lo seca que la tiene. Abre la boca pero no es capaz de articular palabra. <<Oh, Dios, mío>>. Una pequeña Jeanne dentro de ella empieza a dar saltos de alegría y a chillar al haber conseguido dar con él; otra está muy quieta, intentando pensar cuál será su siguiente paso y en parte temerosa de ese hombre; y luego estaba la Jeanne de tamaño real, con la boca abierta y que descruza los brazos, los cuales caen a ambos lados de su cuerpo como si estuvieran inertes.

—Me llamo Jeanne —murmura—. Jeanne… Moran —levanta los ojos del suelo para mirarle—. Soy tu hija.

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