Después de dejar las cosas en un
hotelillo barato, Jeanne se precipita a la noche para dar un paseo. La llegada
a Londres no le había causado una primera buena impresión; el tren estaba hecho
un asco, un viejo verde de su mismo vagón no paró de mirarla durante todo el
trayecto, algo que le resultó repulsivo y asqueroso, y le costó horrores
encontrar un alojamiento que pudiera permitirse. No sabía cuánto tiempo iba a
estar allí, cuánto tiempo duraría su cometido, así que lo mejor era alojarse en
un sitio barato, barato y horrible, ya puestos a entrar en detalles. Sólo sabía
que si se quería duchar en el baño de su habitación, necesitaría de un control
mental enorme el olvidar lo sucio que estaba aquello. Por lo menos la cama era
confortable dentro de lo que cabía.
No se encontraba por el centro de
la ciudad, así que está paseando por calles menos concurridas. Las luces
iluminan en tonos sepia las calles, y algunos escaparates dan un tono blanco
incandescente. Mira todo con bastante curiosidad aunque no con mucho
entusiasmo; hacía frío y haber salido a toda prisa de casa no le permitió hacer
una maleta en condiciones. Tenía lo justo, pero no lo necesario, lo que la
tenía un poco desanimada. Por los escalofríos que empieza a sentir cada vez que
da un paso su cabeza le repite una y otra vez que vuelva rápido al hotel, que
aunque sea horrible, por lo menos ahí estará calentita y tranquila. Así que no
espera ni un minuto más y, girando sobre sus talones con gracia, vuelve por
donde ha venido.
Piensa en su madre y en las
últimas palabras que le dedicó. ‘’ ¡Estoy harta de que siempre que te pregunte
evites el tema! ¡Pienso ir a buscarle, y no podrás hacer nada por
impedírmelo!’’. Tenía quince años y llevaba varios intentando averiguar quién
era su padre. Su madre la asfixiaba; su amor era demasiado abrasador y
retentivo, la aprisionaba, y aunque la quería, no podía respirar. Necesitaba
salir, y por fin lo había hecho. Quizá la aventura que había emprendido no
durara ni dos días; quizá no encontrara a su padre, o que lo encontrara y fuera
una decepción. Tampoco se había parado nunca ha fantasear con él, porque eso
sólo haría que si algún día le encontraba, el resultado no fuera el esperado.
Sabe que su madre, aunque estará enfadada con ella, lo que más debe estar ahora
es preocupada, pero quiere seguir adelante, debe seguir sus impulsos y salir
del caparazón del desconocimiento en el que llevaba viviendo toda su vida.
Pasa al lado de varios callejones
oscuros, pero uno le llama inevitablemente la atención: un gemido grave y
prolongado, de dolor, sale de él. Al principio pasa de largo conforme se le
eriza el vello del susto, pero se para, vuelve sobre sus pasos, y a una
distancia prudencial, pone la función linterna de su móvil y enfoca muy
despacio al callejón, primero hacia abajo para ir subiendo la luz poco a poco. <<Oh, vaya>>, piensa. Había
un chico, más o menos le parece que de su misma edad, tendido en el suelo, que
se incorpora torpemente, pero coloca la mano en una especie de charco (Jeanne
prefiere no pensar de qué puede ser), resbala y vuelve a caer.
Jeanne chasquea la lengua. A
pesar del frío que tiene y las ‘’ganas’’ por volver al hotel, se sorprende acercándose
al desconocido y poniéndose en cuclillas delante de él (no parece un vagabundo,
y es demasiado joven para estar en esa situación tan peliaguda). Empieza a
pincharle con cuidado con el dedo índice en la espalda, esperando a que
reaccionara.
—Eh… Eh… ¡¡Eh!!
El chico poco a poco vuelve en sí
de nuevo, y con la ayuda de Jeanne se incorpora hasta sentarse. Jeanne se
percata de una mancha oscura en su pelo, seguramente sangre, pues la pared
también está manchada al igual que el suelo.
—Te has pegado una buena, ¿eh? —suelta
ella mientras él se lleva la mano a la cabeza y mira sus dedos manchados de un
rojo líquido y espeso.
Él la mira confuso y con una
mueca de desagrado y dolor y los ojos entrecerrados, como intentando enfocarla.
El chico hace un intento de ponerse de pie, pero se nota que solo no puede.
—Espera, te ayudo —Jeanne lo coge
de un brazo y lo rodea con el otro por la cintura para aguantar parte del peso
y para que él estuviera más cómodo—. ¿Dónde vives? ¿Te llevo? Tú solo no
podrás…
El chico está helado; tiene los
labios morados, que le tiemblan como flanes, y la tez pálida como la nieve.
—Creo que lo mejor es que vayas a
un hospital —resuelve ella al ver que él no reacciona y no es capaz de hablar.
Muy despacio, salen del callejón
y consiguen dar pronto con un taxi.
—Emm… Al hospital más cercano,
por favor —pide Jeanne al montar al chico y después ella. Era demasiado tarde y
estaba congelada, así que decide compartir el viaje; un par de libras a pagar
luego más no le harían daño.
El taxista obedece y tiene la
bondad de ir lo más rápido que puede al ver que sólo son un par de críos y que
uno saltaba a la vista necesitaba atención médica. Jeanne mira preocupada al
desconocido, que sigue con los ojos perdidos e intentando estar todo lo quieto que
puede para no marearse más. <<Debe
tener una contusión. El golpe ha debido ser fuerte, pobre…>>. Por fin
llegan al hospital, y un par de enfermeros salen en busca del chaval cuando
Jeanne lo saca del vehículo y avanza un poco por la entrada del edificio. Lo
deja en buenas manos, confiada de que ahora estará bien. Ha sido toda una
suerte que pasara por ahí…
Vuelve al taxi, que recorre la
distancia entre el hospital y su hotel igual de rápido como antes, le paga (el
taxista le rebaja un poco el precio, cosa que sorprende a Jeanne y le da un
punto positivo a Londres de los no sé cuántos negativos que llevaba) cuando
llega. Se mete en su habitación, tirándose rápidamente encima de la cama.
Tantea la superficie hasta agarrar las sábanas, las arrastra hacia ella, la
envuelven en un suspiro y se hace una bola debajo de ellas. Tenía frío, estaba
cansada y el día había sido largo y duro para ella. Cae dormida casi en el
acto, satisfecha y con cierto orgullo al pensar que había sido la heroína de
ese chaval al que seguramente no volvería a ver, pero que le llena de algo
parecido a la felicidad el saber que gracias a ella estará bien.
Después de alborotarse un poco el
pelo frente al espejo para no parecer una niña mona, y después de mirar
fijamente su reflejo diciéndose en voz baja palabras de ánimo, coge de la
mesita de noche la supuesta dirección de su supuesto padre apuntada en un trozo
de papel y sale del hotel. Con mucha atención y un mapa como guía y ayuda, busca
la calle, busca el número. Consigue llegar sin demasiados problemas a la calle
en cuestión, y su corazón se acelera conforme ve que el número 53 está cerca.
43, 45, 47… <<Calma Jeanne, ¡calma! Puede que ni siquiera viva ya
aquí>>. Tararea una cancioncilla para quitarse el miedo, pero sus
emociones le traicionan y sigue temblando y con el corazón a mil por hora. 49,
51… Unos pasos más y estaría delante del portal. Se detiene y vuelve a mirar el
papel para estar segura de que era el número 53 y que no tenía ni que
retroceder sobre sus pasos ni que andar un poco más hacia delante, lo que
acabaría haciendo que le diera un ataque al corazón, que se le salía del pecho.
Respira hondo y empieza a subir muy despacito los tres peldaños que hay a modo
de escalera.
Uno, dos, tres. Ya está, ya no
podía echarse atrás. ¿Timbre o tres golpecitos en la puerta? <<Ni que fuera una decisión de vida o
muerte>>. Mueve en el aire la mano, aún decidiéndose por esa
estupidez, hasta que su cabeza se harta y se decide por los golpes en la
puerta. Pasan unos segundos y no oye nada. Empieza a ponerse nerviosa. Se aparta
con un soplido unos cuantos mechones de pelo rubio de la cara y vuelve a
llamar, esta vez con más decisión. Nada. <<Entonces…
¿ya está? Oh, vamos…>>. Suspira, un poco decepcionada. Como una parte
de su cerebro había pensado, el hombre al que había ido a buscar no vivía ahí,
así que ahora sólo quedaba dar marcha atrás y poner rumbo a casa. Todavía no
contenta ni dándose por vencida, apoya en la lámina de madera que era la puerta
ambas manos y la cabeza, intentando escuchar algo al otro lado, algún signo de
vida; unos pasos, ladridos de un posible perro, cacerolas chocando entre sí o la
cerámica de los platos mientras son guardados, alguien hablando a través de la
pantalla de la televisión o las ondas de la radio…
La puerta se abre de repente y Jeanne
pierde un poco el equilibrio al encontrarse con nada que la sujete, pero rápidamente
se recupera tras un pequeño grito de sorpresa. Alza lentamente la cabeza hasta
toparse con el que la había hecho perder la compostura (y pillándola
infraganti). Era un hombre alto, de complexión delgada pero fuerte, el rostro
alargado como su gesto serio e interrogativo, y el pelo rubio oscuro. Se fija
en la cicatriz en su ojo izquierdo, una cicatriz irregular al igual que
llamativa, pero no le hace sentir ni repulsión ni un impulso de hacer alguna
mueca.
La chica traga saliva y quiere
hablar, pero no sale nada de sus temblorosas cuerdas vocales. El hombre acentúa
más su gesto interrogativo.
— ¿…Sí?
<< ¿Será él?>>, se pregunta Jeanne, intentando no darse
falsas esperanzas.
—Busco a Sebastian Moran —logra
decir, intentando sonar lo más serena posible.
— ¿Quién pregunta?
<<Ugh, qué brusco>>. Frunce los labios.
—Pregunto yo —se cruza de brazos,
más como una barrera que como una postura ofensiva. Él hace lo mismo, y su
mirada parece que la está evaluando. Jeanne empieza a impacientarse—. ¿Lo sabe
o no?
El imponente hombre chasquea la
lengua y esboza una sonrisa de medio lado.
—Yo soy Sebastian Moran. ¿Qué
quieres?
Jeanne traga saliva una vez más,
pero en esta ocasión le cuesta horrores hacerlo de lo seca que la tiene. Abre
la boca pero no es capaz de articular palabra. <<Oh, Dios, mío>>. Una pequeña Jeanne dentro de ella
empieza a dar saltos de alegría y a chillar al haber conseguido dar con él;
otra está muy quieta, intentando pensar cuál será su siguiente paso y en parte
temerosa de ese hombre; y luego estaba la Jeanne de tamaño real, con la boca
abierta y que descruza los brazos, los cuales caen a ambos lados de su cuerpo
como si estuvieran inertes.
—Me llamo Jeanne —murmura—.
Jeanne… Moran —levanta los ojos del suelo para mirarle—. Soy tu hija.
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