sábado, 1 de febrero de 2014

Goodbye, Elisabeth H. Parker (Seb, 7)

Después de dejar la furgoneta en el piso franco donde había acontecido el secuestro del doctor, Sebastian se dirigió en su moto a casa de Jim. Este había llamado a uno de sus chóferes  para que le llevara antes, mientras Seb se ocupaba de lo otro. Cuando llega a casa, se encuentra a Jim más rodeado de papeles y cajas que de costumbre en su despacho.

— ¿Qué haces?

— ¿Tú qué crees? —contesta Jim con desagrado. Resopla—. Hay que hacer algo con Elisabeth.

Seb se percata de que la chica está sentada en uno de los sillones, muy quieta, y con la cabeza gacha. Parece que Jim estaba esperando a que llegara Sebastian para empezar con el proceso. Él poco pintaba en todo esto, pero suponiendo que Jim era su jefe y él su mano derecha, lo más que podía hacer era quedarse. Se enciende un cigarrillo y empieza a caminar por la estancia. Mira un par de veces a cada uno, y al final se para al lado de la chimenea y mira los leños ennegrecerse al igual que la punta de su cigarrillo.

—Mírame —le ordena Jim a Eli. Ella obedece enseguida, pero muy despacio, temerosa—. Voy a hacerte una pregunta, y quiero que seas objetiva. Si estuvieras en mi lugar, y alguien la hubiera cagado como tú la has cagado, ¿qué harías?

La chica empieza a temblar. <<Matar a esa persona>>, piensa Seb mientras le da otra calada al cigarrillo. Es la única solución que daría Moriarty a un caso así. Eli contesta, justo lo que Sebastian había pensado.

—Bien, veo que lo entiendes. Lamentablemente, no puedo hacerte eso a ti. Así que la segunda pregunta es… —Jim se levanta y empieza a caminar muy despacio, gesticulando con los brazos conforme habla—. ¿Cuál es la intención de matar a alguien, al fin y al cabo? Terminar con su vida —la señala—. Eso es lo que voy a hacer contigo, pero no en el sentido literal de la palabra.

La chica ya había empezado a llorar. Sus pequeños gemidos hacen que Seb se gire a mirarla, y luego mira a Jim, impasible ante esa imagen. Sebastian entiende que el criminal no puede mostrarse ni humano ni paternal ni cercano a ella en estos momentos. Por la decadente figura que ahora es la niña de papá, Seb intuye que ya sabe todo lo que se le viene encima, todo a lo que tendrá que renunciar y dejar atrás. Vuelve a pensar que su presencia ahí es innecesaria, pero le da más vueltas al asunto y llega a la conclusión de que puede que el criminal asesor necesitara… apoyo.

Jim le entrega a Eli una carpeta y ella empieza a leer.

—Son los papeles de un… piso de alquiler en… en… —intenta tomar aire para continuar, pero su voz es aguda, lastimera y quebradiza— en la otra punta de Londres… —levanta la cabeza y mira a Jim, angustiada—. Jim lo siento, lo siento muchísimo lo siento por favor no —habla atropelladamente, como si tuviera que hacerlo ahora o callar para siempre—. Siento que me equivocase, no pude controlarme, ya sabes lo que me pasa yo no quería por favor…

—CALLA. Y. SIGUE. LEYENDO.

Sebastian ni se inmuta. Está ahí como una estatua, un oyente pasivo. Empieza a sentir algo parecido a lástima por ella; nunca ha sentido especial cariño hacia ella, pero sabe que es importante para Jim y Jim lo es para Eli, así que esto a ambos les dejará destrozados. La diferencia es que Jim no dejará ver ese destrozo emocional y será complicado interesarse por él sin que le ladre y muerda.

Elisabeth suelta un sollozo grave y vuelve a los papeles, mojándolos con sus lágrimas.

—La otra punta… de Londres, a nombre de… —frunce el ceño—. ¿Alexandra Foster? ¿…Foster?

—Llevarás los apellidos del caso que fallaste —responde Jim—. Considéralo una marca de la vergüenza —vuelve a su butaca y la mira muy serio y fijamente—. Estás despedida. Lo dejarás todo, el ballet, a tu queridísimo mago, y por supuesto y no menos importante, a mí. Y deberías estar agradecida de que no te mande a otra ciudad, así que acepta las consecuencias de tu ineptitud —Eli empieza a balbucear—. No tendrás contacto con nosotros, con nadie. Si Erik tanto te quiere y adora, podrá encontrarte sin que le dejemos un camino de baldosas amarillas que seguir, aunque le será difícil, por lo que tengo en mente.

En un momento de debilidad, la chica busca con la mirada a Sebastian, intentando recurrir a él para que intercediera. Seb se sorprende y frunce los labios alrededor del cigarrillo, sin comprender. ¿Qué podía hacer él? Lo mejor en estos casos es mantenerse apartado. No podía hacer nada por ella, así que aparta la mirada hacia Jim.

—Te sobrestimé, Elisabeth —continúa Jim—. No estabas preparada para algo de ese nivel. En realidad la culpa es mía.

El gesto de Elisabeth por esas palabras hace ver que le duelen de corazón, sentir cómo merma la confianza de su padre. Todo se estaba desvaneciendo, y no se le ocurre replicar, decir algo a su favor. A estas alturas sabe que es inútil. El criminal asesor sigue hablando, ignorando sus sentimientos y su aspecto desolador.

—Hay que fingir tu muerte —saca más papeles de un archivador—. Una explosión de gas será suficiente. No quedarán restos reconocibles, y falsearemos las pruebas de ADN. El fuego quemará cualquier prueba que la policía, y más importante, Sherlock Holmes, pudiera utilizar. El objetivo será tu local de ensayo. Habrá más víctimas, no se puede evitar, pero es por un bien mayor. Elige tú la hora, que no tenga que hacerlo todo yo, a no ser que tampoco sepas decirme eso.

Ella contesta rápidamente uno de sus horarios. Seb nota en su voz deseos de que todo esto acabe de una vez por todas. Ya ha cambiado el chip, por lo menos en apariencia. Si no había vuelta atrás, había que seguir adelante.

—Bien —lo anota en los papeles y cierra la carpeta—. Deberás teñirte el pelo, oscuro. Lo mejor es que pases desapercibida a donde vas.

—Sí… Entonces, ¿ya está? ¿Todo ha terminado? ¿Y sobre ti es cierto, que no volveré a verte?

Jim sigue mirándola fijamente, sin ningún cambio en su rostro, pero Seb ve más allá de eso, y sabe que le entran dudas.

—Que seas una inepta en el trabajo no quiere decir que se borren nuestros lazos. Tendré que pensar en ello, pero en principio no.

Elisabeth agacha la cabeza y asiente muy despacio. Se levanta y se dispone a irse. Jim le dedicar unas últimas directrices y conocimientos.

—Vuelve a casa, haz las maletas y vete. Erik no está en casa; antes de todo esto le mande a regañadientes a un trabajo fuera de Londres, para que nos diera tiempo a armar la operación. En un par de días tendrá lugar la explosión, cuando tú ya estés asentada al otro lado de la ciudad. Cuando él vuelva, sabrá lo mismo que todo el mundo: que tú has muerto en esa explosión.

—De acuerdo…

—Adiós, Alexandra.

Ella se para para mirarle. Seb ve que Jim vuelve a los papeles, ajeno a que ella se ha quedado ahí. El francotirador la mira, y ella a él, sin dirigirse una sola palabra, pero no hace falta, no entre ellos, nunca lo ha hecho. <<Adiós, Elisabeth H. Parker>>. La joven reemprende su camino y deja la casa.

Jim reacciona en cuanto oye la puerta cerrarse y deja los papeles, apoyando la cabeza en la mesa.

—Qué dolor de cabeza me da todo esto.

Seb se sienta al otro lado de la mesa.

— ¿Y ahora?

—Ahora  es cuando entras tú. Tienes que buscar a una chica que se parezca a Elisabeth. La dejaremos suficientemente irreconocible como para que la policía y Holmes se crean que es ella. No dejes marcas en el cuerpo; asfíxiala con una bolsa, o algo así.

—No hay problema —deposita el cigarrillo apurado en el cenicero y mira de reojo a Jim—. Por cierto… A pesar de todo esto, ¿le tendrás echado un ojo, verdad?

—Pues claro que le tendré echado un ojo, y tú también —espeta—. No quiero que haga más tonterías.

Seb había aprendido a leer entre líneas. Sus palabras equivalían a ‘’en el fondo me preocupo por ella’’. Se percata de que en la mesa hay otras cosas aparte de los papeles del trabajo y la operación de la explosión: dibujos de cuando Eli era una niña, cartas dirigidas a Jim, pruebas médicas, los papeles de la adopción… Jim se da cuenta de que su compañero se ha fijado.

—No hace falta que te diga cómo… estoy ahora mismo.

<<Siento. Querrás decir cómo te sientes ahora mismo>>, piensa Sebastian después de un suspiro. Claro que lo sabía. Jim le contó el tema de sangre Holmes de Elisabeth hace muchos años, y sabía lo que se había esforzado en mantenerla al margen del detective y de cualquier peligro. También había sido testigo de lo que podría llamarse cariño entre él y la niña, algo que le salía natural y que hacía que Seb sintiera celos de Eli por no conseguir ni un ápice de esa naturalidad afectiva en el criminal.

—No, no hace falta. Me lo puedo imaginar.

Una conversación así con Jim tan personal no la habría soñado Seb en la vida. Y aunque ahora ambos estaban en una fase bastante extraña en su ‘’relación’’, en la que las veces que se han dirigido más de dos frases seguidas se podían contar con los dedos de una mano, se le dibuja una más que diminuta sonrisa en el rostro al tener la oportunidad de tener otra. Porque Moriarty no era así con nadie, exceptuando a Elisabeth, y ahora por fin abría a él, aunque fuera un poco, una ocasión realmente especial que para James no significaría mucho pero que para Sebastian sí.

Jim coge una de las cartas y empieza a leer:

—‘’Querido Jim. Me resulta difícil escribirte en estos momentos, pero no sabía a quién más acudir. Necesito tu ayuda: acaban de diagnosticarle a mamá cáncer cerebral y está ingresada desde hace un mes. Sé que es egoísta por mi parte pedirte esto, y más después de tanto tiempo sin hablar ni vernos. Comprenderé que no quieras ayudarme, pero estaba desesperada. El doctor dice que si no conseguimos dinero para seguir el tratamiento, dejarán de dárselo. No quiero que mamá se muera…’’ —deja caer la carta en la mesa—. Maldita sea.

Sebastian frunce los labios y le mira preocupado. Piensa que nunca le ha visto tan abatido, no como Jim Moriarty.

—Ella estará bien —dice, intenta sonar positivo—. Le has alejado de la gente que puede hacerle daño o apartarla de ti.

—Y mi remedio ha sido apartarla yo mismo. Pero tienes razón… Es lo mejor que se podía hacer.

Seb le dedica una sonrisa reconfortante, a la que el criminal no reacciona afablemente; se limita ordenar con cuidado esos efectos personales de la niña que un día fue Elisabeth Parker y meterlos en la caja, dando por acabado el asunto. Seb decide que es hora de ponerse manos a la obra y ponerse a buscar a esa doble.

—Intenta no cagarla tú también —dice Jim antes de que se vaya—. Ya sería el colmo que también tuviera que deshacerme de ti.

Seb se le queda mirando, bastante extrañado por esa falta de confianza en él, pero termina por irse sin decir nada. Le desorienta la sensación que tiene de que Jim sabía algo, algo que no debería saber sobre él… sobre ellos, y que intentaba reprimir ese conocimiento con el sexo una y otra vez. Pero tarde o temprano explotaría, y Seb se la cargaría. <<Si sabe algo sobre Cardiff…>>. Prefiere no pensar en ello ahora y dedicar su cuerpo y mente al trabajo encargado.




Mientras tanto, Elisabeth llegaba a lo que sería su nuevo hogar. Por el camino aprovechó y compró algo de comer y también el tinte del pelo. Mejor era hacerlo cuanto antes. Miro el piso, ya amueblado, aunque para ella estaba vacío; le costaría mucho tiempo llegar a aceptar que esa era su casa. Dejó las maletas en el suelo y empezó a caminar por el piso despacio, muy despacio. Todavía no se había hecho a la idea por mucho que lo estaba intentando de que estaba dejando atrás todo. Cogió el tinte del pelo y se precipitó al baño. Después de hacer la mezcla y lavarse antes las manos, se miró al espejo. Aquella chica rubia era una extraña, un recuerdo del pasado, y debía desaparecer. Cogió con una mano un poco del producto para el cabello y con la otra empezó a extenderlo, mechón a mechón. Sentía el picor en las raíces de su pelo, pero no lloraba por eso. Lloraba por Jim, por la vida que había dejado escapar de entre sus dedos por culpa de un error, y lloraba por Erik; no pudo ni siquiera llevarse el collar que el mago le regaló, el que podía hacer que con solo tocarlo él apareciera. Obedecer significa dejar los sentimientos también a un lado, y no podía sentir la tentación de comunicarse con Erik si Jim le había dicho que no debía hacerlo. Le quedaba la esperanza de que el mago, con el paso del tiempo, diera con ella, o también quedaba la posibilidad de que se tragara lo de su muerte y la olvidara, que siguiera adelante, tal y como ella tenía que hacer ahora. Pasado el tiempo requerido para el tinte, se aclaró el pelo, y al mirarse al espejo, aún llorando en silencio, ya no era Elisabeth Parker, bailarina durante el día y asesina por la noche, novia de un mago encantador e hija del mayor y mejor criminal asesor del mundo. Ahora era Alexandra Foster, una desconocida.

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