Después de dejar la furgoneta en
el piso franco donde había acontecido el secuestro del doctor, Sebastian se
dirigió en su moto a casa de Jim. Este había llamado a uno de sus chóferes para que le llevara antes, mientras Seb se
ocupaba de lo otro. Cuando llega a casa, se encuentra a Jim más rodeado de
papeles y cajas que de costumbre en su despacho.
— ¿Qué haces?
— ¿Tú qué crees? —contesta Jim
con desagrado. Resopla—. Hay que hacer algo con Elisabeth.
Seb se percata de que la chica
está sentada en uno de los sillones, muy quieta, y con la cabeza gacha. Parece
que Jim estaba esperando a que llegara Sebastian para empezar con el proceso. Él
poco pintaba en todo esto, pero suponiendo que Jim era su jefe y él su mano
derecha, lo más que podía hacer era quedarse. Se enciende un cigarrillo y
empieza a caminar por la estancia. Mira un par de veces a cada uno, y al final
se para al lado de la chimenea y mira los leños ennegrecerse al igual que la
punta de su cigarrillo.
—Mírame —le ordena Jim a Eli.
Ella obedece enseguida, pero muy despacio, temerosa—. Voy a hacerte una
pregunta, y quiero que seas objetiva. Si estuvieras en mi lugar, y alguien la
hubiera cagado como tú la has cagado, ¿qué harías?
La chica empieza a temblar. <<Matar a esa persona>>,
piensa Seb mientras le da otra calada al cigarrillo. Es la única solución que
daría Moriarty a un caso así. Eli contesta, justo lo que Sebastian había
pensado.
—Bien, veo que lo entiendes.
Lamentablemente, no puedo hacerte eso a ti. Así que la segunda pregunta es… —Jim
se levanta y empieza a caminar muy despacio, gesticulando con los brazos
conforme habla—. ¿Cuál es la intención de matar a alguien, al fin y al cabo?
Terminar con su vida —la señala—. Eso es lo que voy a hacer contigo, pero no en
el sentido literal de la palabra.
La chica ya había empezado a
llorar. Sus pequeños gemidos hacen que Seb se gire a mirarla, y luego mira a
Jim, impasible ante esa imagen. Sebastian entiende que el criminal no puede mostrarse
ni humano ni paternal ni cercano a ella en estos momentos. Por la decadente
figura que ahora es la niña de papá, Seb intuye que ya sabe todo lo que se le
viene encima, todo a lo que tendrá que renunciar y dejar atrás. Vuelve a pensar
que su presencia ahí es innecesaria, pero le da más vueltas al asunto y llega a
la conclusión de que puede que el criminal asesor necesitara… apoyo.
Jim le entrega a Eli una carpeta
y ella empieza a leer.
—Son los papeles de un… piso de
alquiler en… en… —intenta tomar aire para continuar, pero su voz es aguda,
lastimera y quebradiza— en la otra punta de Londres… —levanta la cabeza y mira
a Jim, angustiada—. Jim lo siento, lo siento muchísimo lo siento por favor no —habla
atropelladamente, como si tuviera que hacerlo ahora o callar para siempre—.
Siento que me equivocase, no pude controlarme, ya sabes lo que me pasa yo no
quería por favor…
—CALLA. Y. SIGUE. LEYENDO.
Sebastian ni se inmuta. Está ahí
como una estatua, un oyente pasivo. Empieza a sentir algo parecido a lástima
por ella; nunca ha sentido especial cariño hacia ella, pero sabe que es
importante para Jim y Jim lo es para Eli, así que esto a ambos les dejará
destrozados. La diferencia es que Jim no dejará ver ese destrozo emocional y
será complicado interesarse por él sin que le ladre y muerda.
Elisabeth suelta un sollozo grave
y vuelve a los papeles, mojándolos con sus lágrimas.
—La otra punta… de Londres, a
nombre de… —frunce el ceño—. ¿Alexandra Foster? ¿…Foster?
—Llevarás los apellidos del caso
que fallaste —responde Jim—. Considéralo una marca de la vergüenza —vuelve a su
butaca y la mira muy serio y fijamente—. Estás despedida. Lo dejarás todo, el
ballet, a tu queridísimo mago, y por supuesto y no menos importante, a mí. Y
deberías estar agradecida de que no te mande a otra ciudad, así que acepta las
consecuencias de tu ineptitud —Eli empieza a balbucear—. No tendrás contacto
con nosotros, con nadie. Si Erik tanto te quiere y adora, podrá encontrarte sin
que le dejemos un camino de baldosas amarillas que seguir, aunque le será
difícil, por lo que tengo en mente.
En un momento de debilidad, la
chica busca con la mirada a Sebastian, intentando recurrir a él para que
intercediera. Seb se sorprende y frunce los labios alrededor del cigarrillo,
sin comprender. ¿Qué podía hacer él? Lo mejor en estos casos es mantenerse
apartado. No podía hacer nada por ella, así que aparta la mirada hacia Jim.
—Te sobrestimé, Elisabeth —continúa
Jim—. No estabas preparada para algo de ese nivel. En realidad la culpa es mía.
El gesto de Elisabeth por esas
palabras hace ver que le duelen de corazón, sentir cómo merma la confianza de
su padre. Todo se estaba desvaneciendo, y no se le ocurre replicar, decir algo
a su favor. A estas alturas sabe que es inútil. El criminal asesor sigue
hablando, ignorando sus sentimientos y su aspecto desolador.
—Hay que fingir tu muerte —saca
más papeles de un archivador—. Una explosión de gas será suficiente. No
quedarán restos reconocibles, y falsearemos las pruebas de ADN. El fuego
quemará cualquier prueba que la policía, y más importante, Sherlock Holmes,
pudiera utilizar. El objetivo será tu local de ensayo. Habrá más víctimas, no
se puede evitar, pero es por un bien mayor. Elige tú la hora, que no tenga que
hacerlo todo yo, a no ser que tampoco sepas decirme eso.
Ella contesta rápidamente uno de
sus horarios. Seb nota en su voz deseos de que todo esto acabe de una vez por
todas. Ya ha cambiado el chip, por lo menos en apariencia. Si no había vuelta
atrás, había que seguir adelante.
—Bien —lo anota en los papeles y
cierra la carpeta—. Deberás teñirte el pelo, oscuro. Lo mejor es que pases
desapercibida a donde vas.
—Sí… Entonces, ¿ya está? ¿Todo ha
terminado? ¿Y sobre ti es cierto, que no volveré a verte?
Jim sigue mirándola fijamente,
sin ningún cambio en su rostro, pero Seb ve más allá de eso, y sabe que le
entran dudas.
—Que seas una inepta en el
trabajo no quiere decir que se borren nuestros lazos. Tendré que pensar en
ello, pero en principio no.
Elisabeth agacha la cabeza y
asiente muy despacio. Se levanta y se dispone a irse. Jim le dedicar unas
últimas directrices y conocimientos.
—Vuelve a casa, haz las maletas y
vete. Erik no está en casa; antes de todo esto le mande a regañadientes a un
trabajo fuera de Londres, para que nos diera tiempo a armar la operación. En un
par de días tendrá lugar la explosión, cuando tú ya estés asentada al otro lado
de la ciudad. Cuando él vuelva, sabrá lo mismo que todo el mundo: que tú has
muerto en esa explosión.
—De acuerdo…
—Adiós, Alexandra.
Ella se para para mirarle. Seb ve
que Jim vuelve a los papeles, ajeno a que ella se ha quedado ahí. El
francotirador la mira, y ella a él, sin dirigirse una sola palabra, pero no
hace falta, no entre ellos, nunca lo ha hecho. <<Adiós, Elisabeth H. Parker>>. La joven reemprende su
camino y deja la casa.
Jim reacciona en cuanto oye la
puerta cerrarse y deja los papeles, apoyando la cabeza en la mesa.
—Qué dolor de cabeza me da todo
esto.
Seb se sienta al otro lado de la
mesa.
— ¿Y ahora?
—Ahora es cuando entras tú. Tienes que buscar a una
chica que se parezca a Elisabeth. La dejaremos suficientemente irreconocible
como para que la policía y Holmes se crean que es ella. No dejes marcas en el
cuerpo; asfíxiala con una bolsa, o algo así.
—No hay problema —deposita el
cigarrillo apurado en el cenicero y mira de reojo a Jim—. Por cierto… A pesar
de todo esto, ¿le tendrás echado un ojo, verdad?
—Pues claro que le tendré echado
un ojo, y tú también —espeta—. No quiero que haga más tonterías.
Seb había aprendido a leer entre
líneas. Sus palabras equivalían a ‘’en el fondo me preocupo por ella’’. Se
percata de que en la mesa hay otras cosas aparte de los papeles del trabajo y
la operación de la explosión: dibujos de cuando Eli era una niña, cartas
dirigidas a Jim, pruebas médicas, los papeles de la adopción… Jim se da cuenta
de que su compañero se ha fijado.
—No hace falta que te diga cómo…
estoy ahora mismo.
<<Siento. Querrás decir cómo te sientes ahora mismo>>,
piensa Sebastian después de un suspiro. Claro que lo sabía. Jim le contó el
tema de sangre Holmes de Elisabeth hace muchos años, y sabía lo que se había
esforzado en mantenerla al margen del detective y de cualquier peligro. También
había sido testigo de lo que podría llamarse cariño entre él y la niña, algo
que le salía natural y que hacía que Seb sintiera celos de Eli por no conseguir
ni un ápice de esa naturalidad afectiva en el criminal.
—No, no hace falta. Me lo puedo
imaginar.
Una conversación así con Jim tan
personal no la habría soñado Seb en la vida. Y aunque ahora ambos estaban en
una fase bastante extraña en su ‘’relación’’, en la que las veces que se han
dirigido más de dos frases seguidas se podían contar con los dedos de una mano,
se le dibuja una más que diminuta sonrisa en el rostro al tener la oportunidad
de tener otra. Porque Moriarty no era así con nadie, exceptuando a Elisabeth, y
ahora por fin abría a él, aunque fuera un poco, una ocasión realmente especial que
para James no significaría mucho pero que para Sebastian sí.
Jim coge una de las cartas y
empieza a leer:
—‘’Querido Jim. Me resulta
difícil escribirte en estos momentos, pero no sabía a quién más acudir.
Necesito tu ayuda: acaban de diagnosticarle a mamá cáncer cerebral y está
ingresada desde hace un mes. Sé que es egoísta por mi parte pedirte esto, y más
después de tanto tiempo sin hablar ni vernos. Comprenderé que no quieras
ayudarme, pero estaba desesperada. El doctor dice que si no conseguimos dinero
para seguir el tratamiento, dejarán de dárselo. No quiero que mamá se muera…’’ —deja
caer la carta en la mesa—. Maldita sea.
Sebastian frunce los labios y le
mira preocupado. Piensa que nunca le ha visto tan abatido, no como Jim
Moriarty.
—Ella estará bien —dice, intenta
sonar positivo—. Le has alejado de la gente que puede hacerle daño o apartarla
de ti.
—Y mi remedio ha sido apartarla
yo mismo. Pero tienes razón… Es lo mejor que se podía hacer.
Seb le dedica una sonrisa
reconfortante, a la que el criminal no reacciona afablemente; se limita ordenar
con cuidado esos efectos personales de la niña que un día fue Elisabeth Parker
y meterlos en la caja, dando por acabado el asunto. Seb decide que es hora de
ponerse manos a la obra y ponerse a buscar a esa doble.
—Intenta no cagarla tú también —dice
Jim antes de que se vaya—. Ya sería el colmo que también tuviera que deshacerme
de ti.
Seb se le queda mirando, bastante
extrañado por esa falta de confianza en él, pero termina por irse sin decir
nada. Le desorienta la sensación que tiene de que Jim sabía algo, algo que no
debería saber sobre él… sobre ellos, y que intentaba reprimir ese conocimiento
con el sexo una y otra vez. Pero tarde o temprano explotaría, y Seb se la
cargaría. <<Si sabe algo sobre
Cardiff…>>. Prefiere no pensar en ello ahora y dedicar su cuerpo y
mente al trabajo encargado.
Mientras tanto, Elisabeth llegaba
a lo que sería su nuevo hogar. Por el camino aprovechó y compró algo de comer y
también el tinte del pelo. Mejor era hacerlo cuanto antes. Miro el piso, ya
amueblado, aunque para ella estaba vacío; le costaría mucho tiempo llegar a
aceptar que esa era su casa. Dejó las maletas en el suelo y empezó a caminar
por el piso despacio, muy despacio. Todavía no se había hecho a la idea por
mucho que lo estaba intentando de que estaba dejando atrás todo. Cogió el tinte
del pelo y se precipitó al baño. Después de hacer la mezcla y lavarse antes las
manos, se miró al espejo. Aquella chica rubia era una extraña, un recuerdo del
pasado, y debía desaparecer. Cogió con una mano un poco del producto para el cabello
y con la otra empezó a extenderlo, mechón a mechón. Sentía el picor en las
raíces de su pelo, pero no lloraba por eso. Lloraba por Jim, por la vida que
había dejado escapar de entre sus dedos por culpa de un error, y lloraba por
Erik; no pudo ni siquiera llevarse el collar que el mago le regaló, el que
podía hacer que con solo tocarlo él apareciera. Obedecer significa dejar los
sentimientos también a un lado, y no podía sentir la tentación de comunicarse
con Erik si Jim le había dicho que no debía hacerlo. Le quedaba la esperanza de
que el mago, con el paso del tiempo, diera con ella, o también quedaba la
posibilidad de que se tragara lo de su muerte y la olvidara, que siguiera
adelante, tal y como ella tenía que hacer ahora. Pasado el tiempo requerido
para el tinte, se aclaró el pelo, y al mirarse al espejo, aún llorando en
silencio, ya no era Elisabeth Parker, bailarina durante el día y asesina por la
noche, novia de un mago encantador e hija del mayor y mejor criminal asesor del
mundo. Ahora era Alexandra Foster, una desconocida.
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