Después de unos cuantos días de
descanso total, desayunos en la cama y baños calientes, Sherlock mejoró hasta
el punto de poder levantarse del lecho e investigar los acontecimientos del
otro día. John había pedido unos días libres en el trabajo para ocuparse de él.
Después de que Sherlock le dijese que no se fuera, no se apartó de su lado ni
un solo momento. Parecía que ya no estaba enfadado con él, que la nota de Irene, los reproches por su desaparición y todo aquello había desaparecido, por lo menos en apariencia. Sherlock sabía que era un tema difícil de olvidar, y más para John.
Tras vestirse, sale del
cuarto y va a un cajón de la encimera de la cocina. Se coloca unos guantes y
una mascarilla que le cubría la boca y la nariz. En los días que estuvo
descansando llegó a la conclusión de que los guantes estarían cubiertos de
alguna sustancia tóxica y/o venenosa, así que tenía que tomar precauciones
antes de examinarlos.
John no estaba en casa; se le
acabó el permiso esa misma mañana. A Sherlock le alivió. Su compañero no paraba
quieto mientras él estaba en cama, aunque en el fondo lo añoraba y prefería
tenerlo en casa. Siempre se acordaba de esa frase que le dijo ya tiempo atrás: ‘’Me gusta la compañía cuando salgo, y
pienso mejor cuando hablo en voz alta’’. Hacer monólogos le aburría.
Se pone manos a la obra. Con la
mesa de la cocina algo menos desorganizada, coge del salón la caja y saca los
guantes. Los mira con más detenimiento que la otra vez, ya que su vista estaba
perfectamente. Cuero negro brillante por fuera, pero por dentro también en los
bordes. No solían serlo, sino que tienen otro tipo de tacto. Era menos
brillante, pero saltaba a la visto el detalle bastante curioso.
Pasa el dedo índice y lo frota
luego con el pulgar.
—Sustancia verdosa, oscura…
Pegajosa —abre un poco más el guante y lo ve a la luz—. Parece recubrir sólo
los bordes de la muñeca en el interior, y también hay un poco en la punta de
los dedos, por fuera.
Coge un bastoncillo y extrae un
poco de sustancia. La pone a examinar mientras mira la caja.
‘’Sal a jugar…’’. Acerca la cabeza a la caja y coge el pequeño
monopatín. Tenía pequeñas motas amarillas en la superficie.
—Polen.
Un pitido avisa a Sherlock de que
el análisis ha concluido. Se acerca al portátil y clickea varias veces,
abriendo un par de pestañas con los resultados.
— ¿70 por ciento… extracto de
conium maculatum? El resto es una combinación de dos sustancias desconocidas.
Deben producir algún efecto secundario al combinarlas con el extracto de cicuta…
Espera. También hay restos de ADN, un porcentaje bajo. Tendré que ir al Barts
más tarde.
Se va al sillón del salón y se
abraza las piernas. Tenía la nota de Moriarty en la mano. Por una parte no le
interesaba empezar un juego con él. Por otra estaba tremendamente aburrido, y
si no daba el paso, Moriarty pondría la primera piedra del camino. Escogiendo
una opción u otra, estaba obligado a jugar, y el peligro en ambas estaba
asegurado. ‘’Así es nuestra vida. No se
puede hacer nada para evitarlo’’. Piensa en John, que merecía una vida
tranquila después de todo lo que había pasado, pero era decisión del doctor
quedarse. Era su amigo, Sherlock lo respetaba y correspondía, y no podía
obligarle a irse, porque la respuesta de John sería negativa.
Justo cuando iba a empezar a atar
cabos, John aparece por la puerta. Arruga la nota y la mete en un hueco del
sillón. ‘’Perfecto. Me libro del
monólogo’’.
John le sonríe algo cansado a modo de saludo. Sherlock suspira.
—No tenías que haberte esmerado
tanto en mí, John.
—Esto no es nada comparado con
estar noches sin dormir y pateándonos las calles de Londres, ¿no crees?
—… Touché —hace un gesto con la
mano y sonríe.
—Te veo demasiado… alegre. Das
miedo. ¿Algo que decirme? —tira el maletín en el sofá y luego se sienta,
desganado, sin dejar de mirar a Sherlock—. ¿Preparo palomitas?
— ¿No es muy pronto para que
salgas del trabajo? —pregunta Sherlock extrañado.
—Pocos pacientes —aparta la
mirada. La verdad es que había salido antes y le había pasado su turno a un
compañero para poder ir a casa y tenerlo vigilado—. Bueno… Dime qué has
averiguado.
Sherlock respira hondo. Echaba de
menos lo que estaba a punto de hacer. Echaba de menos explicarle sus
deducciones a John, más de lo que creía o querría aceptar.
—La señora Hudson me trajo una
caja el día que empeoré. Pequeña, cuadrada, insignificante a primera vista. El
contenido traía un pequeño monopatín, unos guantes y un bote con dos pastillas
de paracetamol 600 —elimina lo de la nota. No creía conveniente que lo supiera.
John le mira extrañado y adivina lo que piensa—. Sí, me tomé una, y no, no
fueron las pastillas. No presentaban ninguna anomalía en su composición, y era
un medicamento más fuerte del que me estaba tomando —John sigue mirándole con
desaprobación, pero continúa sin hacerle caso—. Bueno, prosiguiendo. Sobre el
monopatín poco hay que decir; tiene polen. Puede ser una pista. Lo que me
intriga son los guantes. Hace un rato los he examinado. Tenía una sustancia
verde y pegajosa por el borde interior y por las costuras exteriores de las
puntas de los dedos. Se trata de una sustancia compuesta por un aceite esencial
de cicuta. Esta planta, al ingerir el extracto, produce parálisis en el sistema
nervioso central, bajada de la
temperatura corporal y vértigos. Todos estos síntomas pueden acabar con el que
ha ingerido el aceite.
— ¿Ingerir? ¿Te metiste los
guantes en la boca?
Sherlock suelta una sonora
carcajada, a la que John se une.
— ¡Por supuesto que no! Ahí
quiero llegar —señala los guantes, detrás de John, en la mesa de la cocina—. No
tomé el aceite por la boca. Lo olí y toqué. El análisis ha mostrado que había
dos sustancias más en el compuesto, unas toxinas que vuelven el extracto de
cicuta corrosivo y un poco vaporoso si está expuesto al calor o a un lugar
cerrado… o al sudor. Quien tuviese los guantes se llevaría los dedos a la cara
en algún momento, haciendo que se introdujese por las vías respiratorias, y
además se quemaría las muñecas, porque había aceite en esa parte del guante —se
señala con un dedo la nariz, aludiendo que él se había acercado los guantes a
las fosas nasales, y se quita los guantes protectores que todavía llevaba y le
señala una pequeña mancha roja en el dedo índice y pulgar—. Así el veneno entra
el sistema respiratorio al ser inhalado y también directamente en la sangre,
quemando las arterias y extendiéndose el doble de rápido. Además estas toxinas
disimularían el olor nauseabundo que desprende la planta de cicuta, porque si
no la víctima se habría percatado del olor. Yo no pude porque tenía las fosas
nasales obstruidas. Nuestra víctima murió por inhalar y tocar el extracto de
cicuta.
Respira hondo, mirando la
reacción de John. ‘’Oh sí. Lo echaba
mucho de menos’’. Sonríe nostálgico, recordando lo que le dijo hace tiempo
Molly, que parecía triste cuando creía que John no le veía. Qué gran verdad. Había echado de menos al docto, y
ahora se daba cuenta de ello. Lo apreciaba y se preocupaba por él. Era la única
razón por la que decidió volver, lo único que creía tener. Aunque le hubiese
gustado hacerlo antes, pero tenía miedo. Prefería esperar un poco más para que
John se acostumbrara a una vida sin él. Al ver que no lo hacía, no tuvo más
remedio que coger un avión y volver. Siempre había sido importante para él.
Siempre había necesitado a su blogger.
—Im… impresionante —dice John—. Pe-pero
una cosa: si tú lo sujetaste, y se introdujo en tu cuerpo, ¿cómo es que… sigues
vivo? —traga saliva al preguntarle, nervioso por imaginarse que de verdad
Sherlock podría no haber despertado.
—No sostuve los guantes el tiempo
necesario como para que llegara la cantidad suficiente de veneno a mi sistema.
—Es un alivio…
Esboza una pequeña sonrisa de
satisfacción, pero no puede contener la emoción y salta del sillón, empezando a
dar vueltas por el salón.
— ¡Magnífico! Esto es estupendo,
¡estupendo! —se acerca a John, al que levanta de su butaca—. A Sócrates le obligaron
a tomar veneno de cicuta. ¿Sabes lo que quiere decir?
John le mira, sorprendido.
—… ¿que tenemos un caso?
— ¡Que tenemos un caso, sí! —le
coge la cara con ambas manos y le da un beso en la frente, emocionado—. ¡Ya era
hora! Esto es genial. ¡Diversión, por fin!
Sherlock se aparta y coge su
abrigo junto a una bolsita con el bastoncillo que tenía restos de ADN y otra
donde mete el diminuto monopatín. John permanece en su sitio, perplejo por lo
que el detective acababa de hacer.
—Un momento. ¿A dónde vas? —pregunta
curioso al ver que Sherlock se precipita escaleras abajo mientras intentaba
torpemente por la emoción ponerse el abrigo.
— ¡Al laboratorio del Barts! —responde
con un grito.
John se rasca la cabeza y al rato
se pone en marcha.
—Como los viejos tiempos…
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