El juego de Moriarty lo tenía
totalmente descolocado y desconectado de todo lo ajeno a él. Los días pasaban,
y no encontraba más pistas ni nada relacionado con el caso. Ninguna muerte
sospechosa ni nada por el estilo se le presentaba y Sherlock se sentía
frustrado, atado de pies y manos sin poder escapar del embotamiento que suponía
el juego del criminal asesor.
Mandó buscar a Lestrade
información sobre posibles relaciones con mafias o gente peligrosa, mas el
inspector no encontró nada. Parecía como si le hubiera enseñado la carta de
invitación a un baile pero sin dirección ni hora ni fecha. Todo estaba
incompleto sin poder seguir un camino, pero el ser humano siempre falla en algo
sin darse cuenta y podría encontrar en cualquier momento algo que lo llevase
directamente hasta Moriarty.
Después de tomarse un té y tocar
el violín durante una hora, se acerca a la chimenea y ve el montón de correo
ensartado con el cortaplumas. Al lado de todo el papeleo, estaba la nota, la
dichosa nota que sabía perfectamente era de Irene Adler y a la que llevaba un
tiempo sin prestar demasiada atención.
—Abril… Abril. Abril, abril,
abril, abril… —no paraba de repetirlo, para ver si encontraba algo en lo más profundo
de su mente.
Era por la mañana y John estaba
trabajando, aunque no tardaría en llegar. Para lo que iba a hacer prefería
estar solo. Ya se dijo a él mismo que no le mencionaría más a Irene ni a la
nota si podía evitarlo para no entrar en otra trifulca sinsentido con el doctor.
Tenía que salir de casa y pensar. Deja una nota en la mesa del salón:
‘’He salido a tomar el aire.
Vuelvo pronto. –SH’’
Coge el abrigo y sale del 221B de
Baker Street.
Se acercaba el invierno. El frío
calaba más hondo en el cuerpo que de costumbre, y las tiendas empezaban a
disfrazar sus escaparates con luces y colores navideños. Las calles estaban más
abarrotadas de gente y se respiraba el aroma a ambiente festivo. Sólo en esos
días, a Sherlock le gustaba ir por las calles más concurridas. Aunque a veces
el gentío le abrumaba, su estancia en Nueva York, un sitio en donde ninguna
calle era solitaria, se acostumbró a estar con gente y no le molestaba tanto
pasear en una calle con personas en abundancia. Gracias a Dios en Londres era
más fácil caminar. Pero ahora tenía dos enigmas en su cabeza y necesitaba
tranquilidad. Lo mejor habría sido quedarse en casa, pero esas cuatro paredes
últimamente lo tenían más prisionero y quería espacio.
Caminando por callejuelas, se
topa con el cementerio que está a media hora de Baker Street, el cementerio
donde tenía su falsa tumba y al que John había ido cada día.
365 días multiplicados por tres.
1095 días había ido John a dedicarle algunas palabras, o simplemente a quedarse
mirando la tumba y llorar. Él también había ido unos cuando días cuando volvió
de Nueva York. El contacto que vigilaba a John le dijo que no había faltado ni
un solo día, siempre a la misma hora, y así es como él decidió presentarse al
doctor después de tanto tiempo.
—No has dejado de venir ni un
solo día, John… —dijo saliendo de detrás del árbol que custodiaba la lápida.
La cara de incredulidad de John
le hizo en un principio gracia. En parte sonrió porque lo había echado mucho de
menos, pero enseguida tornó su rostro serio para afrontar la situación.
—No… —John se frotó los ojos con
una mano—. No puede ser… Estabas muerto. Yo te vi —empieza a mirar nervioso a
todos lados y a llorar, creyendo que la locura se había apoderado de él—. Esto
no es real.
Sherlock se acercó unos pasos y
se puso en frente del doctor.
—Miras, pero no observas. Estoy
aquí, John… He vuelto —llevó una mano al hombro de John, que enseguida se
apartó en un rápido movimiento, asustado y llorando aún más. Sherlock vio cómo el
doctor cerraba la mano en puño y le asestaba un golpe en la mejilla. Después de
frotarse la zona del impacto, le mira desde el suelo mientras a su vez John se arrodillaba
a su lado y le pone la mano en la mejilla sentir su piel, sentir que de verdad
era él y no una ilusión aunque le hubiera asestado un puñetazo. La locura a
veces hace real por un segundo lo irreal, pero era él, su detective estaba
delante ahí. En un principio Sherlock pensó en apartarse, pero luego rehusó la
idea y dejó que le tocara—. Supongo que me lo merezco.
Fue cuando le explicó por qué fingió
su muerte y salió del país. Sabía que el doctor no se quitaría nunca de la
cabeza ver cómo caía al vacío, la soledad de tres años sin su mejor amigo y las
acusaciones injustas hacia la persona de Sherlock Holmes. A Sherlock le pasaba
lo mismo.
Camina a paso lento por el
cementerio, mirando los diferentes nombres en las lápidas y tumbas. Algunas, la
mayoría, eran sencillas. Otras estaban
realmente adornadas, y eran monumentales. Los ricos debían tener una lápida que representase todos esos
lujos de los que habían disfrutado durante su vida. El único toque de color en
el cementerio era el de las flores que acompañaban a las lápidas.
Puede divisar en la lejanía la
tumba de sus padres. Se para un segundo y se acerca unos metros. La de su madre
era más reciente; había fallecido cuando Sherlock todavía estaba en Nueva York.
Por desgracia su padre se fue mucho antes, cuando él era sólo un niño, y lo
dejó sólo en un hogar en el que no era querido. Si no hubiera sido por su tía
Elisabeth, esa dulce mujer que lo acogió y le dio lo que justamente podía
llamar un hogar pero que abrazó la muerte cuando él terminó los estudios de la
universidad, Sherlock habría tenido una vida muy diferente a la que ahora vivía.
Su hermano Mycroft era la única familia que le quedaba, pero a ojos de Sherlock
sólo era un hombre frío con el que compartía apellidos y un vínculo de sangre,
nada más.
— ¿Usted no es Sherlock Holmes,
el detective asesor? —una voz a su espalda lo distrae de observar la tumba de
sus familiares y se gira. Un achatado enterrador de unos sesenta y tres años,
viudo, pensionista y con gato lo miraba apoyado en un bastón—. ¡Sí, es usted!
Benditos sean mis ojos. El gran Sherlock Holmes.
—Pensaba que la gente solía llamarme
fraude, falso y mentiroso, no grande.
—Yo era un gran admirador suyo,
señor Holmes. Mi difunta esposa y yo leíamos el blog de… Watson, sí, John
Hamish Watson.
Le dedica una leve sonrisa al
anciano. ‘’Ese estúpido blog…’’. Eso
es lo que pensaba cuando lo leyó por primera vez, cuando John cada vez que
resolvían un caso subía una entrada a la web. Luego le cogió cariño, y cuando
estuvo en Nueva York lo miraba todos los días, leyendo una entrada diferente
cada día.
—Gracias, supongo.
—Dígame… —se coloca bien la
bufanda y se calienta sus esqueléticas manos con el aliento—. ¿Ha venido a ver
a alguien en especial?
—No, estoy de paso. Necesitaba
pensar, y el cementerio es un lugar silencioso y solemne.
—Oh, bien, bien. Entiendo. Todos
estamos de paso en esta vida, ¿no cree? Unos se van antes de lo que querríamos
y otros tardan demasiado en irse… —se echa a reír, provocando un pequeño ataque
de tos del que se recupera pronto—. Usted tenía una lápida, ¿no? Pero volvió de
entre los muertos. Lo leí en los periódicos. Como el mismísimo Jesús, aunque
usted se ha quedado más tiempo que él en la Tierra.
Sherlock ve a lo lejos el roble
que daba sombra a su lápida.
—Sí. La prensa no puede mantener
la boca cerrada.
—Es curioso. Puede que alguien no
sepa que usted sigue vivito y coleando, señor Holmes. Todos los días me encuentro
un ramo de rosas blancas en su lápida. Las deben de renovar cada dos o tres
días, porque siempre están frescas.
Sherlock frunce el ceño,
confundido. ¿Alguien no sabía que seguía vivo? Eso no era posible. ¿Quién no
lee los periódicos o ve las noticias a día de hoy?
— ¿Desde hace cuándo empezaron a
dejar flores? Y por casualidad nunca verá quién deja el ramo ahí, ¿verdad?
— Creo que desde hace un año
pasa. No, lo siento. Nunca veo a nadie depositar el ramo de flores.
Sherlock le agradece la
información y anda rápido hasta su lápida. ‘’Un
año… Un año desde la cena con Irene’’. Arruga un poco uno de los bordes de
la nota de ‘’Abril’’ que tenía en uno de los bolsillo de su abrigo al pensar
que con toda seguridad era ella.
Llega al lugar y observa la
imagen. Lápida negra, rosas blancas. Eran frescas y resplandecientes, no
abiertas del todo, lo que hacía que se vieran más hermosas. Entonces es cuando
se da cuenta.
Abril, la temporada de las
flores. Algunas rosas empezaban a abrirse a principios de ese mes. El estado de
las rosas era la pista que verificaba esto, y había necesitado sólo verlo. La
nota era información incompleta, insuficiente. Casualidades de la vida habían
hecho que Sherlock llegara a parar al cementerio, porque si no nunca habría
dado con esto. Irene había dejado un margen muy amplio. Eso era algo raro; había
comenzado un juego, y era como si lo hubiera desatendido todo este tiempo y no
prestase interés en que Sherlock continuase la partida. Puede que se pasara el
día con resolviendo por fin el asunto de la nota, y eso lo animaba un poco. Iba
a quitarse de encima uno de los misterios, quedándole sólo lo que era más
importante: el caso de Moriarty.
Se agacha y se da cuenta de que
en el lazo que une las rosas hay un trozo de papel. Lo quita del ramo y lo
abre:
‘’Detrás de ti’’.
Se da la vuelta, pero no hay
nada. Mira las flores otra vez y luego la lápida con su nombre grabado. ‘’Detrás de mí…’’. Va a la parte trasera
de la piedra y ve que en el suelo hay un pequeñísimo círculo sin hierba.
Escarba un poco y se encuentra una pequeña llave con una etiqueta del Banco de
Inglaterra y el número 57 grabado en ella. Se la mete en el bolsillo, coge el
móvil y le manda un mensaje a John.
—Supongo que ya estarás en casa. Voy
a tardar en volver –SH.
Al rato recibe un mensaje de
John.
—Te dije que esta mañana me iba a
una convención de médicos en Oxford, pero claro, no me escuchas. Volveré dentro
de tres días. No hagas nada peligroso –JW.
Echa a andar en dirección al
banco. Se dirige a la mesa de una mujer de avanzada edad que estaba a la
izquierda de una gran puerta de metal y bastante reforzada y le enseña la llave.
—Soy Sherlock Holmes —dice
enseñando la pequeña llave.
La anciana mujer, después de
verificar que el número de la llave coincidía con su nombre, camina despacio
hacia el gran portón, y le pide amablemente a uno de los guardias que abra la
puerta. Al final de un largo pasillo, custodiado por cajones cuadrados con una
etiqueta dorada en el centro con números, se para y abre la de Sherlock.
Sherlock le pide que le deje un
momento a solas mientras inspecciona el contenido de la caja. Había un sobre
con su nombre.
—La caligrafía es la misma que la
de la nota… —susurra mientras pasa los dedos por las letras.
Lo abre con cuidado y se
encuentra un folio doblado en tres partes. Había un pequeño texto:
‘’Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la costa del este de Inglaterra un
caballero de brillante armadura, nervios de acero y coraje a prueba de fuego.
Era un caballero solitario dedicado a capitanear los ejércitos del rey.
Éste, por años y años de servicio a la corona, le ofreció la mano de su hija
más joven, una muchacha tan bella que hasta la diosa Venus le tendría envidia.
El caballero no accedió a tal proposición, pues no era amor lo que buscaba. Su
corazón ansiaba llenar el vacío que había dentro de él con aventuras, peligros
y batallas.
Después de conseguir la victoria en una guerra que duró más de 10 años,
el rey le rogó de nuevo que aceptase la mano de su hija. Nuestro caballero
pensó que después de años disfrutando de la gesta, podía retirarse. Aceptó
casarse con la joven princesa, que en el fondo era tan apasionada y deseosa de
aventuras como él y a la que llegó a amar con locura y ser correspondido.
Siendo príncipe y princesa, vivieron felices durante años, hasta que en
un viaje desde su castillo hasta el del rey, para conmemorar veinte años en paz
con los demás reinos, tuvieron un percance al cruzar un puente. Unos bandidos
asaltaron la carroza que los llevaba, y aunque el caballero consiguió
apresarlos y darles muerte, la princesa murió defendiendo un presente que le
llevaba a su amado padre.
El caballero lloró su pérdida con desesperación y aflicción. No volvió
a casarse, y vivió de nuevo en su soledad, llenando su negro y vacío corazón
con pequeñas batallas y trifulcas y buscando la justicia, ayudando a los pobres
cual Robin de Locksley, mas una vez a la semana, hacía aquel desamparado viaje
que le arrebató a su amor y ponía una flor en el puente, y cada semana se
encontraba con esas flores tan bellas como en su día las depositó en el lugar, aun
pasando mucho tiempo sin recibir agua.
Pasaron los años, y el caballero murió, pero el espíritu bondadoso de
la princesa seguía proporcionando luz y agua a las flores que el espectro fiel
y justiciero del caballero hizo crecer en ese puente por toda la eternidad. ’’
Sherlock lee la pequeña historia
con detenimiento. Cierra los ojos unos segundos y los abre de repente; estaba
en su palacio mental. Empezó a releer rápidamente la carta una segunda vez,
iluminando posibles palabras que tuviesen un significado especial. Desechó
artículos y adjetivos para disminuir el número de resultados posibles, y luego
buscó las palabras que más se repetían: príncipe, puente.
—Knightsbrige —murmura.
Sale a toda prisa del banco y
pide un taxi. Por el camino, piensa en lo que lleva hasta ahora. ‘’Abril, cementerio, flores… Knightsbridge,
una de las calles más comerciales de la ciudad, llena de gente todos los días
del año. Irene, has tenido suerte de que pasara por el cementerio. Si no, todo
esto habría quedado en una caprichosa nota sin significado ni valor’’.
Paga al taxista y comienza a
andar, abrumado y excitado por el misterio. Tan cercana la Navidad , Knightsbridge
estaba abarrotada de gente. La historia hablaba de flores, así que tendría que
buscar por las floristerías alguna pista. Pasa despacio por cada una viendo con
detenimiento el interior. El rojo y el blanco predominaban en la flora en esta
época del año, como siempre.
—Perdone, señor —oye detrás de él
una tímida voz. Una chica de veintitantos años y cabello castaño ondulado le
miraba con un ramo de rosas blancas—. L-le hemos estado esperando todo un año. Me
dijeron que cuando viese a un hombre alto con un abrigo largo y… pómulos sexys…
le diese esto —enrojece al darle la descripción y extiende los brazos,
ofreciéndole el ramo—. Bu-bu-buenas tardes.
Ve sorprendido cómo se aleja la
muchacha, entrando de nuevo en la floristería y tapándose de vergüenza la cara
detrás del mostrador.
Sherlock mira el ramo y se
encuentra con otra nota:
‘’Detrás de ti… otra vez’’.
Se gira. Al otro lado de la
calle, entre los portales número 2 y 6, había una pequeñísima iglesia de
fachada antigua. ‘’Entre el edificio
número 2 y el número 6… el 4. Abril, cuarto mes del año’’, se dice. Frunce
el ceño y va hacia ella. Antes de entrar le da a un transeúnte cualquiera el
ramo, que le mira perplejo entrar en la iglesia. Al entrar, se da cuenta de que
por dentro es mucho más grande, más amplia, como si fuera algún truco de magia,
una ilusión. También se da cuenta de que es más moderna de lo que aparentaba su
aspecto exterior. Unas amplias columnas circulares sencillas separaban el cielo
de la tierra, y una vidriera en la que la fusión de los colores era etérea,
divina, una combinación mágica y viva de miles de millones de colores, reinaba
en el centro de la pared del fondo.
Los cánticos gregorianos resonaban
por toda la iglesia. Las velas manchaban de un tono rojizo el escaso círculo de
aire que las rodeaban, mientras que los ventanales proporcionaban luz blanca y
celestial. Todavía no era hora de oficios, aunque faltaría poco, ya que algunos
fieles estaban rezando de rodillas en los bancos y otros estaban confesándose a
los sacerdotes de la iglesia en sus respectivos confesionarios.
Paseando por el vestíbulo, ve
detrás de una columna una figura sombría y esbelta, elegante, vestida toda de
negra a juego con el recogido de su oscuro pelo. Los finos labios pintados de
rojo escarlata la delataban. Sherlock se acerca despacio a la mujer, cuando
esta se da la vuelta y le dedica una delicada sonrisa burlona.
—No me puedo creer que hayas
tardado un año en dar con este lugar —su armoniosa voz, suave como la seda y
susurrante como una brisa, forma un canon de palabras sueltas en el aire,
aunque nadie prestaba atención al eco.
Sherlock sonríe.
—No voy con frecuencia al
cementerio —responde, también en un
susurro—. Tendrías que haberlo tenido en cuenta. Pero eres tú la que no insististe
ni me facilitaste información. No estás siendo sexy, Irene.
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