Día 1.
En el hospital reinaban los
pitidos de las máquinas y los pasos arduos de las enfermeras y los doctores que
corrían de un lado a otro. Al entrar en
la habitación, Sebastian miró fijamente a Jim, con la cabeza enrrollada en
vendas blancas, aunque ya no era él, ya no era su jefe. A partir de ese
momento, iba a ser otra persona. Los médicos no sabían cuándo recuperar la
memoria, o si por algún extraño y mágico caso iba a hacerlo, y Seb estaba
perdido, pero con todo planeado.
Al percatarse de que un extraño
había entrado en su habitación, Jim giró la cabeza en dirección a la puerta y
le miró con miedo y desconfianza. La venda blanca le daba varias vueltas a la
cabeza, tapándole el horripilante agujero del disparo, ya menos descompuesto
tras la operación. Para ese hombre de mirada triste, solitaria y desconcertada,
Seb era un desconocido, y torció asustado el gesto. Se aferró a las sábanas de
su camilla.
— ¿Quién eres? —su voz era
quebradiza, tímida.
Seb se acercó unos pasos, con
cuidado y muy despacio para no asustarlo.
—Me llamo Sebastian Moran. Tú… no
sabes quién soy, pero somos buenos amigos.
Jim le miraba con el ceño
fruncido, guardando las distancias. Tenía dudas. Además parecía asustarle la
cicatriz que traspasaba el ojo izquierdo de Seb. Al Jim de siempre no le
pasaba, le gustaba, y Seb se entristeció un poco. ‘’No soy nadie para él ahora —pensó—. Un tío cualquiera con una cicatriz en la cara’’.
La palabra ‘’amigo’’ despertó
curiosidad en Jim.
— ¿Y… quién soy yo?
Sebastian se acercó un poco más
hasta el borde de la cama, y puso una mano encima del colchón, mirando a ese
ratoncito asustadizo con compasión.
—Eres Richard Brook —‘’No puedo decirle que es un asesino. Su
otra identidad nos viene de perlas, aunque aquí en Londres no estamos seguros’’.
A Jim se le iluminó el rostro, esperanzado y sorprendido por saber algo de él,
aunque fuera sólo su nombre. Cuando le preguntaba a los médicos, estos se
hacían los locos y miraban hacia otro lado, sin decirle nada, algo que le había
hecho sentir muy solo. Seb decidió decirle algo más—. Eres un actor de teatro,
y también cuenta cuentos. No serás muy famoso, pero a mí me pareces muy bueno —sonrió
levemente y le enseñó los formularios y currículums que en un pasado Jim
elaboró para su tapadera, además de noticias y reportajes de periódicos falsos—.
Vives en Cardiff, en una casa a las afueras de la ciudad, en una zona
suburbial.
Seb no podía dejar que se quedara
en Londres. El nombre de Richard Brook también estaba involucrado en el caso de
Sherlock Holmes y era peligroso. Por eso cuando los médicos del Barts le
dijeron que no podía estar con Jim cuando se despertara para que no se
encontrase cara a cara nada más abrir los ojos con un desconocido, se puso
manos a la obra para buscar una casa en algún sitio tranquilo donde nadie le
molestara. Jim, ahora Richard, no podría salir con frecuencia de esa casa, ya
que las noticias habrían recorrido medio mundo y no sería conveniente.
—Vaya… Es un alivio saber por fin
cómo me llamo —respondió Richard. Seb pudo ver que revoloteaba un sonrisa en
los labios de un hombre que desde hacía tiempo no había sonreído. Era una
sonrisa inocente y brillante, y para Seb, reconfortante.
Día 114.
— ¿A dónde vas? —Rich lo cogió
por el brazo, impidiendo que saliera de casa.
Seb se estremeció con el
contacto. Desde que llegaron a Cardiff se percató de que Rich se pegaba mucho a
él. Era como una esponja, pero no le resultaba extraño. Era la única persona
que conocía en su estado y debía aferrarse a ella todo lo posible. Esa
personita, como a veces la llamaba Seb cuando hablaba consigo mismo, se había
asentado muy bien en su nueva casa, su nuevo hogar. Era pequeña, de dos
plantas, y tenía lo esencial, ni más ni menos.
Aún con Rich en el hospital, Seb aprovechó algunas salidas para comprar
el inmueble necesario y decorar la casa, para que cuando llegaran no se
encontrara con una casa recién comprada y sin nada.
Rich era tímido y curioso. Hacía
muchas preguntas, símbolo de miedo y dependencia, todo lo contrario a Jim, pero
a Seb ni le incomodaba ni hacía que se apartara de él, sino todo lo contrario.
Estaban muy unidos; Seb le proporcionaba seguridad, y Rich a cambio humanidad y
cariño. ‘’Pero no me olvido de ti, Jim…
Que lo sepas’’.
—Te lo dije el otro día —contestó—.
Tengo que hacer unos recados en Londres. Cosas de trabajo. Volveré en un par de
días. Y no te preocupes, que voy a estar bien.
—Ya… Pero yo no —musitó Rich muy
flojo para que no le oyera.
Seb frunció el ceño. Le dio unas
palmaditas en el brazo y luego puso un dedo bajo su barbilla y se la levantó,
haciendo que lo mirara.
—Son sólo unos días. Estaré aquí
antes de que te des cuenta. Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no? No salir de
casa y cerrar bien la puerta en cuanto yo salga por ella.
Rich parecía triste, pero se
obligó a sonreír para despedirlo.
—Que te vaya bien… Hasta pronto.
Seb le guiñó el ojo y cerró la
puerta, pero no se fue de allí hasta que no oyó a Richard echar la llave y los
candados. Acarició el marco de la puerta un segundo. Iba a volver, pero le
dolía dejarlo solo, por si pasaba cualquier cosa. ‘’A mí siempre me va bien. Debe irme bien. Es mi trabajo; si fallo,
estoy muerto’’, pensó mientras se colocaba a la espalda el petate y
encendía la moto para emprender un pequeño viaje a Londres.
Sus objetivos: el doctor Thomas Hendrik
y el cirujano Walter Moore. Al enfermero Roger Samuels y al otro doctor,
Zachary Scott, ya los liquidó antes de irse a Cardiff, así que sólo quedaban
dos pájaros cantarines. Prometieron, no, juraron no hablar del ingreso de Jim
en el hospital, su operación y las pruebas posteriores a esta. Tres de ellos
eran médicos de renombre, muy buenos en su trabajo. Iba a ser un golpe
estruendoso en el Barts, pero la seguridad de Jim era más importante. El otro
era un enfermero como otro cualquiera. Alguien lo echaría de menos, o eso
supuso Seb.
Se tomó un par de días para
observar a sus presas, conocer sus movimientos, y los siguientes días salió de
entre las sombras y los cazó, con cuidado y sigilosamente e intentando no
levantar demasiadas sospechas. Dos médicos del mismo hospital iban a morir; era
una extraña coincidencia. ‘’Pero todo en
esta vida es posible’’, pensó Sebastian. Por las noticias alegaron que
Walter Moore paseaba tranquilamente por el puente Kew cuando accidentalmente
tropezó y cayó al Támesis. La fuerte corriente impidió que pudiera salir a la
superficie en busca de oxígeno y esperanzas de vida. Se golpeó con algunas
rocas que le provocaron numerosas contusiones importantes y murió. Seb lo
empujó al vació a altas horas de la noche, en uno de los paseos nocturnos y
solitarios del doctor de camino al hogar. Por otra parte, Thomas Hendrik fue
asaltado por la mañana por un ladrón cuando salía de su casa. Sebastian, en un
momento de pura suerte en la que el doctor atajaba por un callejón para llegar
a su coche, simuló que le robaba cuando en realidad le clavaba un cuchillo en
la espina dorsal, haciendo dos rápidos movimientos en los que esta se
desquebrajó, y una abundante cantidad de sangre empapó los adoquines de la
calle, a escasos metros del automóvil de Hendrik. En ninguno de los dos casos
hubo testigos; el crimen perfecto.
Todo quedó zanjado, ya que los
confidentes del secreto callaron para siempre. Seb volvió a los cinco días a
Cardiff, y fue recibido con la alegría y el humor de Rich.
— ¡Me dijiste que eran un par de
días! Mentiroso —dijo Rich echándose a reír y levantándose del sofá
apresuradamente cuando oyó abrirse la puerta de la calle.
Día 499.
Seb estaba en su habitación a
solas, mirando el insulso techo blanco, un techo aburrido, apagado y sin vida,
como él mismo se sentía. Estaba harto de cómo iban las cosas; Rich era genial,
una gran persona, pero el ser tan opuesto a su verdadero yo, a Jim, desesperaba
a veces a Seb. Llevaba esperando el milagro de volver a ver las caras serias y
los trajes impolutos de su jefe año y medio. Se sentía atrapado a pesar de que
Rich hacía involuntariamente lo necesario por hacerle la vida llevadera y
apacible, al igual que Seb hacía con él, pero no podía más.
Frustrado, salió de su habitación
y bajó las escaleras. Rápidamente y como era de esperar, Rich salió de donde
fuera que estuviera.
— ¡Ey! ¿Te apetece ver una
película? Puedo hacer palomitas —dijo alegremente, una alegría que a Seb le
entusiasmaba siempre, pero no en estos momentos.
—No —respondió Seb secamente. Se
giró para contestarle y pudo ver a Rich con cara de pena y confuso, y torció de
nuevo su gesto a uno más amable—. No… puedo. Voy a dar una vuelta —‘’Tengo que salir o lo pagaré con él, y es lo último que quiero’’.
Rich agachó la cabeza.
— ¿Estás enfadado conmigo? —preguntó
en voz baja.
Seb se pasó una mano por la cara,
intentando despejarse, pero no pudo. Quería abrir los ojos y ver a Jim, al Jim
Moriarty de siempre, y sin embargo ahí estaba la cosa más dulce e inocente que
jamás había conocido. No era culpa suya, pero dentro de él guardaba a la
persona que amaba, y estaba resentido por ello. También quería a Rich, pero era
diferente.
—Te-tengo que irme. Lo siento.
Caminó hasta la puerta e intentó
abrirla, pero detrás de él, Rich extendió sus brazos y apoyó las manos en la
puerta, dejando caer sobre ellas todo su peso e impidiendo que Seb pudiera
abrirla puerta.
—Estás enfadado conmigo y por eso
te vas. ¿Qué he hecho? Lo… Lo siento. Si he hecho algo mal, no ha sido a
propósito —su voz sonaba quebradiza, como a punto de romperse, de rasgarse.
—Te he dicho que no es culpa tuya
—dijo, otra vez seco y tirante—. Por favor, deja que salga de estas cuatro
paredes durante unas puñeteras horas. Me estoy asfixiando.
Rich obedeció despacio, rozando
con las yemas de los dedos la madera blanca de la puerta antes de separarse del
todo de ella. Seb abrió la puerta al instante.
—Por favor, Basty… —murmuró la
personita al verlo precipitarse al exterior.
A Seb le recorrió un enorme
cosquilleo molesto y frío por todo el cuerpo, como si una manada de
rinocerontes pisoteara todo su ser. Se paró, aún con la mano en el pomo de la
puerta y dándole la espalda a Rich. ‘’Bastian,
tigre… Era apodos con los que solía llamarme Jim. ¿Es una señal? ¿Una parte de
Jim me está hablando? No puede ser. Rich es así. Le habrá salido sólo’’.
— ¿C-cómo me has llamado?
—Ba… Basty —titubeó con miedo
Rich—. ¿Te molesta? De repente se me ha ocurrido, perdona.
‘’Hola, Jim. Hola, Rich. Sois vosotros dos…’’, pensó cerrando la
puerta y dándose la vuelta para mirar a Rich. Parecía insignificante y pequeño,
y esa visión que tenía de él Seb en esos momentos se acentuaba más con Richard
abrazándose a sí mismo, inseguro, intentando aferrarse a algo que no fuera Seb
por una vez.
—Mira, Seb… —siguió—. Pu-puede
que haya tardado en decirte esto, pero… Te necesito. Por favor, no te vayas.
Me… Me… M-me gustas mucho y… —las palabras se le trababan en la garganta y era
incapaz de darles voz—. Simplemente, no te vayas…
Afloró en Seb de pronto un
sentimiento más fuerte, como lo que sentía por Jim, al escucharle. Relajó sus
gestos faciales, tornando a un gesto neutro que poco a poco esbozaba una
sonrisa y soltaba una risita. No podía creerse lo que oía. Sospechaba desde
hacía tiempo que Rich sentía algo por él más que amistad, afecto y
compañerismo, pero nunca creyó que fuera tan valiente como para exteriorizarlo.
—Siento haber sido tan brusco
contigo —respondió. Tomó con una mano su rostro y muy despacio se fue acercando
a él hasta que sintió que la respiración de Rich se cortaba en una milésima de
segundo cuando le besó en los labios. Esa era su declaración, la que llevaba
años queriendo hacerle a Jim pero que sabía que nunca llegaría. ‘’Matar puede esperar’’, se dijo,
pensando en que debía disfrutar lo que pudiera todo lo que le hubiera gustado
disfrutar en el pasado. Ahora era el momento.
Se separó de Rich y vio a este
sonrojarse, sin dejar de mirarle con los ojos como platos por la sorpresa. El
segundo beso surgió por parte del cuenta cuentos al ponerse un poco de
puntillas y devolverle el beso, esta vez más largo.
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